Para asociar a nuestro país con una “apuesta por la ciencia y la innovación”, una frase de Pedro Duque, en la inauguración de la Casa de la Ciencia del CSIC en Valencia hace pocos días, hay que ser optimista, como lo es él. Simplemente me parece una excepción entre los gobernantes políticos, al menos, de la última década. De hecho, unos de los objetivos del nuevo ministro de Ciencia, Innovación y Universidades, dicho con sus propias palabras, es “conseguir que la sociedad entienda porqué es tan importante dedicar recursos públicos a la investigación, a la docencia y al fomento de la innovación”.
Acabo de volver del Reino Unido y resulta desolador oír la expresión citada, en comparación con lo que he visto allí, socialmente, en relación a la cultura ciudadana sobre la ciencia. Si uno mira con interés a su alrededor en Cambridge y en Oxford, la opinión sobre el alto valor de la labor de científicos, educadores e innovadores, parece una obviedad social.
Y no solo ahora, sino desde hace siglos, el concepto de crear el nuevo conocimiento avanzado (de todo tipo) y su proyección y aplicación a la sociedad es un valor supremo. Esa idea se mantiene tremendamente viva. Esa valoración forma parte de un tradicional ideario social masivo, que sabe que la alta excelencia en investigación, docencia e innovación conduce a un alto nivel de vida a la mayoría de la sociedad que las fomenta y acoge.
¿Con qué, si no, se pueden asociar los nombres que he visto en multitud de visibles placas grabadas, e inmortalizados orgullosamente en diferentes edificios? Nombres incontestables como los de Tim Berners-Lee, Isaiah Berlin, T. S. Eliot, Stephen Hawking, Edwin Hubble, Lewis Carroll, Thomas Hobbes, John Locke, Adam Smith, Isaac Newton, Charles Babbage, James Clerk Maxwell, Bertrand Russell, Lord Byron, Niels Bohr, Rosalind Franklin, Thomas Malthus, Ludwig Wittgenstein, Charles Darwin, Amartya Sen, Aaron Klug, Lord Kelvin, Francis Crick, James Watson, Joseph Stiglitz, Paul Dirac, Frank Wilczek, Erwin Schrödinger… Son nombres de alumnos y/o profesores que pasaron por una de las dos universidades más prestigiosas del Reino Unido y Europa. Todos los asociamos con el alto conocimiento y la excelencia. Todos ellos pertenecen a innovadores, sin ninguna duda.
Y estos solo son algunos nombres asociados a dos de las mejores universidades allí, pero hay muchas más. Imaginen el sumatorio de esa riqueza. En total, la suma de Premios Nobel que han recibido alumnos o profesores de estas dos universidades, que están a solo 100km de distancia entre sí, son 149. No hay más que comparar con nuestro país.
Ningún británico en su sano juicio negaría que esta concentración de sabiduría, inteligencia e innovación en todo tipo de campos, se puede asociar directamente con el nivel de vida y de renta de su país. Es algo tan obvio, incluso para el ciudadano más inculto, que nadie se opone allí a que el sistema público y privado inglés siga invirtiendo y exigiendo alta excelencia en educación e investigación, porque está diáfanamente claro en la cultura de sus ciudadanos.
Entonces, ¿cómo es posible que a solo dos horas en avión tengamos una cultura en nuestra sociedad española, al respecto, tan alejada de esto? Tenemos que cambiar ese sesgo en nuestra cultura social. Es muy significativo que el nuevo ministro de Ciencia e Innovación, una rareza, en el buen sentido, en nuestra política, exprese en público que “tenemos que conseguir que la sociedad entienda…” Creo que, a estas alturas, la sociedad, por fin, está bastante por delante del entendimiento que sobre ello tiene el conjunto de la clase política y sus partidos sobre la citada “apuesta”.
La orientación al corto plazo que tiene la diversa maquinaria partidista es obvia. La ciencia, en cambio, da sus mejores réditos a la sociedad y sus ciudadanos por medio de su obstinación en la excelencia y su pasión sostenida a medio y, sobre todo, a largo plazo. Tenemos una disfunción en ello.
Me permito, desde la sociedad civil y sin ánimo de enmendar plana alguna, hacer una variante del principio de las frases de Pedro Duque. Prefiero decir: “…tenemos que conseguir que el conjunto de la clase política entienda, profundamente, por fin, porqué es hoy imprescindible dedicar mayores recursos públicos a la investigación, a la mejor educación y al fomento de la innovación.” Pero no de palabra, los mensajes de la mercadotecnia política sí lo dicen, porque la acción no llega a la realidad en los hechos.
Si ya sé, … alguien de inmediato me dirá: “define ‘mejor educación”. Bien, no puede ser que algo tan obvio en tantos países cercanos a nosotros en Europa (el CERN, la ESA y Galileo son europeos), no impregne nuestra cultura como sociedad y país, en lugar de ser un asunto parcial, bien para atacar al adversario, bien para ponerse medallas.
Probablemente, tendrá que ser la sociedad civil a gran escala la que incruste y empuje la acción concreta de los dirigentes políticos hacia esa obviedad de que la verdadera innovación, el esfuerzo de la alta excelencia en educación y la apuesta sostenida por la ciencia, son directamente proporcionales al nivel de vida de un país. Ya se votó en el Congreso, sin voto alguno en contra, un mayor apoyo a la ciencia. Espero que la ciencia de excelencia y su gestión, sea un tema de Estado de verdad, más allá de contiendas partidistas.
En una conversación de hace tiempo, recuerdo una frase que me dijo Pedro Duque, que le retrata bien: “Como decía Ortega, no creo mucho en la obligación como creía Kant. Creo en el entusiasmo”. Ahora, como ciudadano de a pie, valoro en alto grado la apuesta citada arriba, fruto de ese entusiasmo de Pedro Duque en su contienda personal a favor de la mejor comprensión hacia la ciencia por la sociedad española; y en contra de la asfixiante burocracia existente, por conseguir una “disminución de las trabas administrativas”. Burocracia, que también atenaza aún hoy, en muchos episodios, el despliegue de la ciencia y su mejor talento en nuestro país. Pueden creerme.
Si él no consigue lo que parece imposible sobre la ciencia, educación e innovación en España, no sé quién lo podrá hacer. Que un español subiese a la ISS a hacer experimentos también era imposible y él subió, los hizo y después volvió a poner los pies en el suelo. Toda una garantía. Y estaría bien que no se le considerase un ministro partidista, sino de la totalidad de la sociedad española, que debe re-enamorarse de la ciencia. Más nos vale, ya que el bienestar de las próximas generaciones de españolas y españoles va a depender de lo que hagan Estado y sociedad en relación a ella ahora. Y sobre su propuesta -yo creo que iba en muy en serio- de fomentar la divulgación de la ciencia, por INNOVADORES no va a quedar. Sobre todo, porque se lo debemos a los numerosos científicos (y científicas) españoles extraordinarios que hay en vanguardia en España, y por todo el mundo. Doy fe. ;-)