Acabo de volver de mi segundo viaje a Egipto, esta vez a las principales ciudades del esplendor de la dinastía XVIII y la época ramésida (dinastías XIX y XX), hasta el de la dinastía Ptolemáica, una larga época que va desde el 1.550 al 30 a.C., en el sur del actual Egipto. Regreso impresionado por la ingente multitud de conocimientos que emanan los restos de la antigua civilización egipcia, pero invadido por una sensación a la que, una vez allí, no te puedes sustraer. Es la de comparar la dimensión organizativa, científica e innovadora de aquellos antiguos egipcios, con la del país actual y la región que rodea hoy a la enorme cantidad de restos y monumentos que aún se pueden admirar. Y también, sin poder obviar la comparación de aquel larguísimo periodo civilizatorio de 30 siglos, con las circunstancias actuales del mundo global en que vivimos y el uso del conocimiento disponible que hacemos hoy en día.
Recorriendo ahora la impresionante cantidad de ruinas, templos y monumentos del Alto Egipto, se comprueba aún en ellos el alto nivel de complejidad organizativa que practicaron los antiguos egipcios a lo largo de tantos siglos. Al hacerlo y pensar en su cronología, a uno le asaltan múltiples dudas también sobre lo efímero, o no, de muchas grandes organizaciones y empresas locales o globales de nuestro mundo actual. Si los antiguos egipcios mantuvieron, con altibajos, complejos y reconocibles modos de organizar y de hacer a lo largo de más de 3.000 años, nos podemos preguntar ¿Cuáles de las grandes estructuras organizativas, de empresas o institucionales, del mundo global actual van a durar siglos? Y considerando una cronología equivalente a la egipcia… es para preguntarse, más allá de la ciencia ficción: ¿Existirá internet dentro de 3.000 años, en el siglo 50 de nuestra era? ¿Existirá entonces aún nuestra actual civilización digital?
Uno de los interrogantes más importantes es la cuestión sobre cómo se ‘desaprendieron’ posteriormente las extraordinarias innovaciones del antiguo Egipto, que han sido, de forma palmaria, olvidadas por todas las sociedades egipcias posteriores a las de aquellos 3.000 años de civilización continuada tan reconocible. Es difícil a la vista de la sociedad y país actual que rodea los restos de su antigua civilización, explicarse por qué no se apoyaron los habitantes posteriores de Egipto de sus avances anteriores en todo tipo en ciencias, matemáticas, astronomía, geometría, medicina, y en ingenierías de la construcción, irrigación e incluso técnicas que ayudaban a resolver todo tipo de problemas prácticos de la vida cotidiana. Y, en suma, por qué no siguieron aprovechando después de la evidente sabiduría que muestran todas esas antiguas piedras talladas, más allá de las cuestiones religiosas.
Ese ‘desaprendizaje’ también ha ocurrido en otras antiguas civilizaciones, desde la romana a las asiáticas y china; desde los incas a los mayas, que tras sus momentos de esplendor evolucionaron hasta su posterior decaimiento y completa desaparición. ¿Estamos, entonces, los humanos irremediablemente condenados a olvidar lo mejor de nuestro pasado y a reiniciarlo casi todo desde cero, sucesivamente en el largo plazo? Espero que el método científico, en el que llevamos solo desde el siglo XVIII, casi nada comparado con la cronología del antiguo Egipto, nos salve de ello. Algo impresionante que creo haber percibido en esta visita es la sensación de la evidente y enorme magnitud de antiguos y extraordinarios conocimientos que se ‘olvidaron’ y dejaron de aplicarse. Y no solo las invenciones egipcias, sino también las de las innovaciones más exitosas (a las que se refería en INNOVADORES Javier Echeverría), que se aplicaban en la vida práctica de casi toda la sociedad egipcia a lo largo de miles de años.
Los antiguos egipcios: grandes innovadores con ansia de perfección
Los antiguos egipcios no solo inventaron en medicina y matemáticas. Fueron grandes innovadores porque aplicaron socialmente sus invenciones en todo tipo de cosas de la vida cotidiana, incluso por estética cuya sutileza y elegancia es más que evidente. El anhelo de perfección, y de trascender, de los antiguos egipcios tiene profundas raíces religiosas. Su creencia señalaba que cuando mejor fueren las reproducciones de seres y objetos materiales en las tumbas, mejor serían y funcionarían en el ‘más allá’, en el que ellos creían que se iban a materializar.
Como anécdota relacionada de mi viaje, Gonzalo de la Peña, un cirujano de equinos con el que coincidí, al ver los instrumentos de cirugía esculpidos entre jeroglíficos tallados en la piedra del muro posterior del Templo de Kom Ombo, dedicado a Sobek y Haroeris, exclamó: “¡algunos de los instrumentos tallados en esa piedra son como los que usamos nosotros ahora, 3.000 años después, en nuestras cirugías de hoy!”. Por cierto, que la medicina de entonces era gratuita y dependía de los templos y centros religiosos.
La era digital, un reino de lo efímero, casi lo contrario a la civilización egipcia
Hay una anécdota ilustrativa sobre la comparación de las técnicas de medición astronómica del siglo XX, frente a las egipcias de hace miles de años. Ocurrió cuando hubo que salvar los templos de Abu Simbel por la construcción de la gigantesca presa de Asuán, resituando los imponentes templos del reinado del faraón Ramsés II del siglo XIII a. C., En la ubicación original, cada 21 de febrero y de octubre, (61 días antes y después del solsticio de invierno, respectivamente), los rayos solares del amanecer penetraban hasta su capilla situada en lo más profundo del templo, iluminando exactamente, tres de las cuatro imponentes estatuas sentadas allí (Amón Ra, Ramsés y Ra-Horakhty), pero dejando sin iluminar la estatua de la izquierda del dios Ptah, ‘Señor de la Oscuridad’, la deidad relacionada con el inframundo, que siempre debía permanecer en la sombra. Los astrónomos y constructores de 1964 no consiguieron que las esculturas, en la nueva ubicación, se iluminasen en la misma fecha en que había ocurrido desde Ramsés en la antigüedad, sino el día anterior y siguiente, respectivamente.
La justificación, según la NOAA (National Oceanic and Atmospheric Administration) estadounidense, que colaboró en las mediciones de 1964, es que, calculado el desplazamiento del Trópico de Cáncer en los últimos 3.280 años, se estimó que la ‘incidencia solar’ se ha desplazado hasta un día más cerca del solsticio, por lo que ahora ocurre el 22 de octubre y el 20 de febrero (60 días antes y después del solsticio, respectivamente), y no en los 21 de febrero y octubre, como siempre ocurrió desde el tiempo de Ramsés II. Naturalmente, este cambio de fecha es aprovechado ahora por cualquier egipcio culto, incluidos los guías que muestran el monumento a los visitantes, para insinuar irónicamente la supremacía del conocimiento del antiguo Egipto sobre el actual de occidente.
Tras este relato, vuelvo a mis preguntas del principio sobre cuál es la razón por la que ‘desaprendemos’ en su inmensa mayoría, como en el caso egipcio, las antiguas invenciones y sus innovaciones, y si esto es algo inevitable. ¿Sucederá también esto en la nueva era digital en la que acabamos de entrar? Anticipo que mi sensación es que sí, porque a tenor de lo que nos sucede ya con la corta historia de nuestra convivencia con información y datos digitales, vivimos en constante zozobra por su conservación.
Tal vez eso sea porque parece que ahora vamos en dirección contraria a la fascinante ansia de perfección y de trascender que caracterizaba a los antiguos egipcios. Quizá es pronto para saberlo, (comparando nuestra historia digital, con la larguísima antigua cronología egipcia), pero el ‘Reino de lo digital’ actual se parece mucho a una época profunda y obstinadamente orientada hacia lo efímero, completamente alejada de lo duradero. A mí no me convence nada la exaltación de lo efímero con que, por ejemplo, al arte contemporáneo se le disfraza de modernidad. Nuestro dominio actual de lo digital ofrece una sensación justo contraria a la que te invade, por ejemplo, al sentarte frente a la pirámide de Keops y contemplarla calmadamente como lo que es, la única de las siete maravillas del mundo que perdura y sigue ahí, 4.588 años después. Nada menos.
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