Nosotros es que somos muy dignos y muy expertos en saber las implicaciones que tiene cualquier actividad económica sobre los derechos humanos, de cuyas esencias somos los últimos guardianes de la cultura occidental. Que tenemos mucho publicado al respecto y es muy leído en todo el mundo, los españoles somos muy referentes en pensamiento de vanguardia.
Por eso nos permitimos demonizar a Amazon y Alibaba, por aniquilar al comercio tradicional; demonizamos a la gig economy: Uber, Airbnb, Glovo o Deliveroo, hay que regular contra ellas, no junto a ellas; demonizamos al automóvil (nos da igual que España pierda la planta de motores de Ford), a las energéticas y hasta a las compañías aéreas a las que culpamos del cambio climático; demonizamos a la banca y a las nuevas fórmulas fintech e insurtech por especulación; demonizamos a Google, Facebook y Apple por invadir nuestra intimidad; demonizamos a los fabricantes de robots y de maquinaria industrial por destruir empleo; demonizamos a las operadoras de telecomunicaciones porque traen la desintermediación; demonizamos a Netflix, demonizamos y demonizamos desde nuestro púlpito de madera gótica, sin que nos importe el hecho de que no se haya producido ninguna gran inversión industrial de relieve en más de una década en nuestro suelo. Cualquier multinacional tecnológica está bajo sospecha.
En nuestro delirio quijotesco vemos a esos diablos danzar alrededor de la hoguera, mientras pateamos piedras en los arrabales de la tecnología, irrelevantes para cualquier actor con visión de liderazgo tecnológico.
Hace frío en la periferia tech, sí.
No ponemos el grito en el cielo para liderar la carrera de patentes en tecnologías estratégicas (Telefónica y Repsol registran poco más de una veintena al año), ni la transferencia del conocimiento por parte de grupos de investigación universitaria e institutos cuya ambición primera es captar ayudas y entrar en proyectos europeos, y luego ya cambiarán el mundo. Tenemos políticos, en fin, a los que sólo preocupa salvaguardar de la revolución tecnológica a modelos económicos en extinción.
¿Y nos preguntamos por qué ha sido objeto España de una humillación tecnológica sin parangón en ningún otro país desarrollado? Bochornosa humillación. ¿Por qué una anulación del Mobile World Congress que extiende la sombra de sospecha sobre Barcelona, pero también sobre el conjunto del país?
Mire vuestra merced que no son diablos, sino motores del cambio.
Eugenio Mallol es director de INNOVADORES