El día después
Esto pasará, pero nada volverá a ser igual. No sabemos cuándo, porque como bien dice el Evangelio, cada día traerá su propio mal. Seguramente será más largo y dañino de lo que ahora podemos prever, pero pasará. Y ciertamente, cuando esto ocurra, el mundo que habremos de reconstruir será muy diferente de aquel en el que vivíamos hace no más de cuatro o cinco semanas.
Entre las innumerables reflexiones que está provocando la actual y terrible crisis mundial, están las relacionadas con la tecnología. Se ha puesto de manifiesto de forma espectacular, la utilidad de las tecnologías de la información y de las comunicaciones (y no sólo de ellas), para facilitar en lo posible la vida de las gentes y una cierta continuidad de las actividades. Los tecnólogos sabíamos del potencial existente, pero hacía falta comprobarlo en situación tan extrema. Y se está comprobando. La sociedad intensiva en tecnología está mostrando sus capacidades.
Al mismo tiempo, y tan evidente como esto, vemos la enorme cantidad de personas y actividades que no pueden beneficiarse de estas capacidades, y que además, o incluso por encima del riesgo actual, viven la angustia de un futuro más incierto cada día que pasa. No es ahora el momento de dibujar escenarios prospectivos porque el nivel de incertidumbre en que estamos impide hasta eso. Pero si hay algo indudable es el seguro despeñamiento abismal de la economía mundial y la vuelta, si es que alguna vez se había ido, de un amplio y profundo estado de pobreza de una fracción muy importante de la población en los países más desarrollados. No digamos en los demás.
Por otra parte, han circulado estos días fotos de satélites en las que se percibe claramente, que los niveles de contaminación del planeta han disminuido radicalmente en el poco tiempo en que en los diversos países se han ido promulgando y puesto en práctica medidas restrictivas de la movilidad y el consumo. Tan triste como el motivo es la reflexión a que induce: ¿hace falta algo tan trágico para que nos demos cuenta de que nuestra forma de vivir es la responsable del deterioro del planeta?
Se ha puesto a prueba el modelo de globalización, y este es el momento en que no está nada claro si sobrevivirá y cómo. Por supuesto que la globalización de la economía es un dato no reversible, pero llega esta crisis en una etapa de puesta en cuestión del multilateralismo y de agresiva emergencia de nacionalismos y populismos de todo tipo, con sorprendentes facilidades para hacerse con el poder en las latitudes más distantes. La forma de enfrentarse con la pandemia y el mayor o menor grado de éxito en conseguirlo, van a ser parte de esa batalla que lleva ya unos lustros librándose.
Y en otro plano, en el plano de las ciudadanías, la tensión entre el obligado aislamiento doméstico (que en el fondo es una irónica culminación de la doctrina imperante en el pensamiento único desde que se decretó que no existía la sociedad sino los individuos), y las iniciativas solidarias que surgen espontáneamente por doquier, es otro terreno de juego sobre el que resulta arriesgado aventurar consecuencias.
Lo colectivo, lo público, es determinante en esta etapa de forzado aislamiento de las personas, y se reclaman acciones enérgicas y liderazgos estatales que durante tres décadas han sido denostados, y de los que en muchas latitudes se ha perdido hasta la costumbre. La evidente necesidad de estados fuertes y activos no es la menor de las contradicciones que se están viviendo.
Una última consideración es que este drama está poniendo en valor el conocimiento y la autoridad derivada del mismo para hacer frente a la situación. Tras tantos lustros de divulgación huera de rigor y de predominio de unas técnicas de uso que enmascaran la complejidad real del avance científico, éste vuelve a ser la referencia aceptada por todos para la supervivencia. No es poca cosa, aunque hubiera sido bueno una cierta conciencia de ello en tiempos anteriores. No se trata de reivindicar ninguna clase de positivismo tecnocrático, pero sí de reclamar una mínima conciencia social de lo que supone el conocimiento científico-técnico.
En resumen, estas son las principales dimensiones en que se juega el partido a vida o muerte en el que la humanidad está empeñada. Por encima y por debajo de estas cuestiones, las pequeñas miserias y los oportunismos sociales y políticos afloran, como ha ocurrido siempre en situaciones críticas, pero no es eso lo que debe preocuparnos. Lo que debiera ocupar nuestro pensamiento, aparte de la defensa inmediata de cada uno y de los suyos, es cómo va a ser ese mundo que deberemos reconstruir a partir del día después. Porque para bien o para mal, la continuidad como si nada hubiera pasado no es previsible.
La orgullosa sociedad intensiva en tecnología ha mostrado su vulnerabilidad, y eso en sí mismo no es malo. Sí lo es el inmenso coste humano que está dejando detrás esta constatación. Habrá que ponerla otra vez en marcha, procurando no olvidar nada de lo aprendido por el camino, que es o debiera ser mucho. Nadie está en la rabiosa actualidad en condiciones de dar recetas ni consejos, pero sí es necesaria la reflexión, que ha de ir más allá del reconocimiento de la ejemplar batalla sanitaria que se está desarrollando. Es todo un mundo el que se está poniendo en cuestión y el que habrá que reconstruir.
Un mundo que seguirá siendo intensivo en el uso de la tecnología, pero quizá viéndola de otra forma. Una sociedad del conocimiento que sea algo más que un slogan y de verdad considere al conocimiento en su rigor y como referente para tomar las decisiones y elaborar las políticas. Una economía al servicio de las personas y no de la destrucción y el consumo desaforado y acrítico. Una convivencia y un tejido social estructurados en solidaridades y no en pugnas de individualismo feroz...
No sé si esto es utópico, pero al fin y al cabo se está librando una guerra en la que está comprometido todo el género humano. Y al final de todas las guerras los supervivientes intentan con mejor o peor fortuna e intenciones, revisar con un sentido crítico radical lo que había antes y ha dado lugar al desastre. ¿Será posible ahora?
Jesús Rodríguez Cortezo, miembro del Foro de Empresas Innovadoras (FEI)