La respetabilidad de la desinformación
La (ya) larga cuarentena, o confinamiento, que nos está tocando vivir parece discurrir por una serie de etapas más o menos comunes a todos nosotros. La primera de ellas, la marcada por la curiosidad ante una situación inusitada, nos llevó a un sinfín de videollamadas con los amigos, deporte a raudales y motivación colectiva por medio de toda clase de eventos, festivales y saraos digitales, con permiso del acopio estratosférico de papel higiénico.
En la segunda, la actual, hemos sustituido esos hábitos por placeres más mundanos como la televisión, el chocolate, la cerveza y la repostería. Y, presumiblemente, en la tercera nuestras ansias de salir a la calle nos llevarán a salir de este modo de hibernación y retomar algunas de las viejas costumbres que aún no sabemos si persistirán en esa manida "nueva normalidad" a la que hemos de acostumbrarnos.
He de reconocer que en este escenario, uno de mis placeres no demasiados ocultos es releer a algunos de mis autores de cabecera, como Saramago o Alberto Vázquez-Figueroa. Y, especialmente, a Michael Crichton, el controvertido pero fascinante inventor del ‘tecno-thriller’, denominado tras su fallecimiento en 2008 como el 'Midas de los Media' al ser la única persona en la historia en tener el libro, la película y la serie de televisión número uno en el mundo.
Entre sus muchas obsesiones, una de las más recurrentes en las obras de Crichton es la que tiene que ver con la posverdad y la manipulación de la realidad; un tema que no podría estar de más candente actualidad. Y hay una frase que se instala a fuego cuando la lees, sea por primera o por décima vez: "La gran paradoja de la era de la información es que ha concedido nueva respetabilidad a la opinión desinformada". Y es que, en estos tiempos de confusión, la antaño sencilla diseminación de expertos y charlatanes, de sesudos analistas y simples provocadores, resulta extraordinariamente compleja. Por no decir imposible.
Para muestra, un botón. Esta semana saltó el escándalo de las miles de cuentas falsas que viralizaban algunos contenidos del Ministerio de Sanidad en Facebook. Al instante, numerosos medios de comunicación y usuarios en redes sociales acusaron al Gobierno de emplear este recurso facilón y torpe para mejorar su maltrecha imagen pública. De poco sirvió que el Ministerio negara este extremo o que fuera el propio organismo el que denunciara este hecho a Facebook. Tampoco se oyó a las decenas de profesionales que alertaron de que tenía todas las señales de ser un ataque de ‘falsa bandera’ o una burda campaña de algún cibercriminal. Primó la desinformación sobre la realidad. "¿Sabe cómo llamamos a una opinión en ausencia de pruebas? Lo llamamos prejuicio", que diría Michael Crichton si asistiera a este bochorno..