Investigadores comercializadores
En mi visita furtiva hace un año a un casi desierto MIT Media Lab de fin de curso, aquella en la que caminando junto al investigador español Eduardo Castelló (que se consolida como un referente en la confluencia entre la robótica y el blockchain, y atención porque el asunto tiene mucho recorrido en adelante) se nos cruzó un ratoncito a la entrada de un laboratorio, tuve la fortuna de que Castelló me presentara al francés Arnaud Gringard del grupo City Science. Y fue también una suerte que, pese a que anochecía en aquel jueves de principios de julio, Gringard se prestara a mostrarme, sobre la maqueta del Principado, el funcionamiento de su proyecto Andorra Living Lab. Un modelo de monitorización del tráfico de vehículos y de personas que han ido sofisticando en este tiempo y que está sirviendo de base para diferentes iniciativas en el campo de las smart cities por todo el mundo. Bravo.
Fue a propósito de todo aquello, hablando acerca de cómo habían implicado a ciudades de varios continentes en la iniciativa, cuando surgió a la conversación el papel de comercializadores de proyectos que se les exige a los investigadores del MIT Media Lab. Una entidad, no lo olvidemos, que capta financiación privada, pero que forma parte de una universidad pública y sin ánimo de lucro. Para que se me entienda bien, Castelló, Gringard y la mayoría de los científicos que están allí tienen que buscarse clientes si quieren sacar adelante sus proyectos de investigación. Obviamente, no es lo mismo si llamas a la puerta con una gorra del MIT que si llevas una enciclopedia entre los brazos. Pero sí, han tenido que convencer a Andorra de que le conviene invertir en el proyecto, o buscar en su caso financiación para ello, y abrir sus datos.
Esta reflexión se cruza en mi mente con el recuerdo, por ejemplo, de las dificultades que atraviesa el servicio de transferencia del conocimiento del CSIC, por no hablar de los de cualquiera de las universidades y centros de investigación españoles, e incluso diría de muchos departamentos de I+D de grandes empresas. Uno de los motivos por los que más de la mitad de las patentes que se producen en España permanecen guardadas en el cajón.
Por lo general, y hay excepciones por supuesto, la cultura arraigada en nuestro país, más propensa a la publicación científica que a la patente (con el incomprensible aplauso de los políticos), e incluso diría que con más querencia al blog que al paper, tiene como máxima dirigir todos los esfuerzos de captación de fondos a Europa, a los distintos instrumentos de financiación disponibles. Entre los que destaca de forma especial el ya casi finiquitado Programa Horizonte 2020.
Y he aquí el problema. El Consejo Europeo acaba de decidir que si los expertos pedían 120.000 millones de euros para el programa Horizon Europe 2021-2027, y el ecosistema investigador alzó la voz indignado al saber que la Comisión Europea planeaba unos 85.000, como solución salomónica se destinarán... 76.000 millones y gracias, con 5.000 de propina de los fondos para la reconstrucción de la Covid-19. Es decir, que no habrá un incremento del dinero europeo para I+D, lo cual conduce a pensar que el asunto va a depender de la estrategia que adopte cada país al respecto.
Es previsible que, en estas circunstancias, los países (o si queréis los laboratorios, no generalicemos, hay muchos ejemplos de excelencia) con una cultura de investigación client centric amplíen todavía más la brecha que les separa de los concebidos fondos europeos centric. Y no pinta bien si no cambiamos el mindset. No.
Eugenio Mallol es director de INNOVADORES