Lo contábamos recientemente en D+I: 67 de las 100 mayores unidades económicas del planeta son empresas. Entre estas se encuentran todos los gigantes tecnológicos del momento. Solo la capitalización bursátil de Amazon es superior al PIB de España. En términos de alcance social, LinkedIn tiene 650 millones de usuarios registrados, más que la población de toda Europa, Estados Unidos o Latinoamérica.
Los mercados digitales son oligopolísticos por naturaleza. Esto se debe a que las plataformas son más valiosas para los usuarios cuanta más gente las usan -¿de qué serviría WhatsApp, por ejemplo, si nuestros contactos no la hubieran descargado?-. Los propios canales digitales posibilitan una escala global exponencial, lo que a su vez hace viables modelos de negocio muy innovadores y con márgenes de beneficio unitario muy pequeños. Además, su algoritmo -su ‘cerebro’, el puntal de su propuesta de valor- se afina a medida que recaba más y más datos. Si no fuera por su dimensión, simplemente, muchas de las herramientas digitales que empleamos a diario no serían ni tan útiles, ni tan accesibles.
No obstante, llega un momento en el que el tamaño de estas empresas empieza a inquietarnos. El momento a partir del cual su poder de negociación es tan grande que el sano ejercicio del lobby se vuelve “demasiado” influyente, en perjuicio de los supervisores, de las pymes o de los ciudadanos. El momento a partir del cual su control de los datos es absoluto y permite inferir tanta información que nuestro derecho a la privacidad queda anulado. O el momento a partir del cual emergen nuevas barreras de entrada que dificultan que otros emprendedores, otras pymes y otras innovaciones tengan también la oportunidad de cambiar el mundo.
En todo este contexto de sobra conocido por ustedes, la Comisión Europea publicó el martes pasado los borradores de las futuras Directivas sobre los servicios digitales y sobre la libre competencia en estos mercados. Estas directivas aún tardarán unos dos años en entrar en vigor, pero permiten hacer una lectura muy clara del mensaje de Europa. Algo así como “oigan, devuelvan a los usuarios el poder sobre sus datos”, y también “no queremos que ninguna empresa privada dispute nuestra soberanía, que bastante complicada es ya la geopolítica”.
Hace años que se evidencia que los supervisores internacionales de Competencia necesitan nuevos parámetros para determinar qué fusiones y adquisiciones en el ámbito tecnológico podrían acabar convirtiéndose en un monopolio de facto. Los indicadores de la economía del siglo XX, por sí solos, no reflejan el impacto social que una plataforma digital puede alcanzar a través del procesamiento de millones y millones de datos. “Cuando Facebook compró WhatsApp, y nuevamente cuando compró Instagram, no supimos medir los riesgos”, escuché decir a un alto representante europeo en una ocasión. “El dato es la nueva unidad de valor”, incidió el miércoles el comisario europeo de Interior, Thierry Breton, en una rueda de prensa.
Los nuevos reglamentos europeos establecen, por primera vez, las magnitudes exactas a partir de las cuales Bruselas considerará que una empresa digital es “demasiado grande”: más de 6.500 millones de euros de facturación anual, más de 65.000 millones de capitalización, más de 45 millones de usuarios activos mensuales, más de 10.000 usuarios empresariales activos, prestar un servicio básico de plataforma en al menos tres estados miembros y, todo ello, durante al menos los últimos tres años.
Centramos mucho la atención en las big tech, pero internet es igualmente un espacio para el espionaje y para los ataques dirigidos contra instituciones y estados, en algunas ocasiones originados por otras instituciones y estados. Por eso, estas nuevas normas irán acompañadas de un nuevo marco armonizado de ciberseguridad para proteger los datos [personales e industriales], las infraestructuras de telecomunicaciones y hasta la diplomacia a nivel europeo. “Hay que proteger nuestras democracias. Llamemos a las cosas por su nombre”, sentenció también el miércoles Thierry Breton, durante la presentación de esta estrategia. Aunque no quedó muy clara la capacidad disuasoria de Europa para este tipo de actuaciones...
En definitiva, estamos ante un mundo radicalmente diferente al que teníamos al inicio de siglo. Europa es consciente de su retraso en la carrera tecnológica por la inteligencia artificial y el 5G, y jugará la baza de la diferenciación a través de la protección de los datos y lo que podríamos llamar un “estado del bienestar digital”. “Regularemos el espacio digital ‘para’ y no ‘contra’ nadie o ninguna compañía”, asegura Breton.
Paradójicamente, los gigantes digitales son al mismo tiempo “demasiado grandes para existir” y “demasiado grandes para fallar”. El lunes pasado Google sufrió una caída de 45 minutos en sus servicios y el mundo se volvió loco. Qué fácil es ahora buscar rápidamente una información o una dirección, chatear con un amigo u organizar una videollamada… ¿Se atreve a imaginar qué otras cosas conformarán nuestras rutinas dentro de diez años?