Nadie debería marcharse de este mundo sin haber cumplido un sueño. Los logros, las metas y los éxitos son otra cosa, forman parte del tipo de conquistas que se espera que hagamos, pero no son sueños: un sueño es aprender a bailar, conquistar las estrellas con un telescopio, que te mire, que por fin se gire y te mire; desembarcar en otro continente y pisar por primera vez paisajes remotos, espacios que sólo existían antes en las lecturas, en la imaginación, en las divagaciones. Los sueños son utopías alcanzables y, en la función de la vida, todos deberíamos tener acceso al menos una vez a realizar la petición de ver cumplido un sueño. Lo resume Robe en el Cuarto Movimiento de su todopoderosa obra Mayéutica: “Empieza la función, aquí se admiten peticiones, todos los sueños que no se han cumplido”.
Porque no nos equivoquemos, salvarse no es alcanzar un sueño, alimentar a los tuyos tampoco, tener un trabajo, un hogar, ni mucho menos. Todo eso forma parte de las cosas de la vida de antes y poco más. Algunos estados consiguieron incluir todo ese elenco de derechos en el papel mojado de sus constituciones utópicas y desde ahí los parias, los utópicos, los peleones, idearon una línea infinita de trincheras para luchar por su reconocimiento social. Todo aquello suena lejano ahora pero no ha pasado más de un siglo desde que vimos la pintura del epicentro de esas batallas. Papel mojado.
¿Qué lucha se está librando hoy? ¿Cómo demonios hemos permitido que el mundo se esté diseñando de este modo tan desigual? Mucho me temo que la transición digital dejará en el camino ejércitos de perdedores. Quienes consiguieron a duras penas que alguien les concediera el sueño irreal de tener un trabajo con el que alimentar paupérrimamente a sus familias distópicas, corren el riesgo de quedarse fuera de este nuevo mundo postfísico, ultradigital o metaversiano, como quieran llamarlo.
La tecnología, la digitalización y la innovación son la trilogía de un debate que libran las élites en sus congresos metaconectados y socializados, pero ya ha pasado mucho tiempo desde los primeros bolos y la lluvia fina no alcanza a un volumen mayor de la población. Emprenden siempre los mismos pijos capaces de sujetarse a las rondas con estridencias de todo tipo en las esferas privadas de su territorio Instagram, la formación no llega abajo porque somos incapaces de usar los recursos que tenemos (toneladas de fondos europeos) y porque a nadie la apetece traducir el chau chau de los bolos a recursos prácticos que vayan a permitir la conexión al nuevo mundo de un quiosquero, de un amo de su casa, de una fontanera o de un taxista.
Nos hemos permitido el carísimo lujo de permitir que todo este salto irrepetible de la humanidad lo diseñen las élites, los dueños del capital que no tienen compromisos ni obligaciones con sus ciudadanos, los gigantes de la inteligencia artificial, los guardianes del dato. La anestesia ha sido universal e infalible: déjanos ver tu interior, regálanos tu esencia y llévate a cambio estas chuches de regalo. Ajenos al engaño, al riesgo extremo, lentamente, hemos ido permitiendo que el porvenir digital entrara en nuestras vidas a cambio de una renuncia infame, permutando nuestro derecho a sobrevivir por nuestra capacidad para enarbolar sueños.
Mientras los otrora poderosos políticos de unos y otros partidos se peleaban por sus banderas, por los límites de sus fronteras y por la defensa extrema de sus lenguas y de sus culturas, secretamente, los otros, iban poniendo en jaque cualquier movimiento comunitario que se pareciese a una amenaza. Lo hicieron sin peleas. No hubo batallas y por supuesto nada de fricciones. Parecía que todo el mundo ganaba con ello: tus movimientos a cambio de la gratuidad, tus emociones a cambio de tu reputación, tus apetitos a cambio de la accesibilidad infinita a todo lo que te puedas imaginar.
¿De qué le sirven a la humanidad entera hoy las pugnas por un palmo de terreno? ¿De qué la defensa numantina de los viejos derechos sociales? Socialistas, liberales y conservadores han visto volar por los aires el mundo moderno que construyeron a costa de un buen puñado de guerras, mientras en las trincheras de la tecnología se reinventaba el mañana que no supieron defender. No sé si estamos aún a tiempo pero la evolución de la partida ha llegado tan lejos que para pelear contra el monstruo sólo valdría algo parecido a una alianza de todos con todos y a nivel internacional, una especie del ONU en el metaverso o algo similar.
Mal lo tenemos quienes todavía aspiramos a tener sueños físicos, reales, de los de toda la vida. Y peor aún quienes a pesar de haberse labrado un futuro en el mundo de ahora ven peligrar sus peleadas conquistas porque hay un nuevo mundo en ciernes para el que nadie les ha preparado.
*** Fran Estevan es escritor y fundador de LocalEurope.