Centrarse en las batallas pequeñas, en las cosas pequeñas, en lo nimio, conduce por lo general a victorias sin relevancia. Te das una vuelta por los campos de España y parece que no hayamos aprendido nada, peor aún, parece que no seamos conscientes todavía de lo que está aconteciendo en la trastienda del mundo: los grupos del poder no son los mismos, las alianzas de gobiernos en torno a estructuras internacionales no son suficientes, argüir el marco jurídico, las leyes, los tratados; tampoco.
Me refiero a que cada región sigue peleando por lo suyo y cada ciudad por lo suyo y cada pueblo por lo suyo. Estas luchas bizantinas por el reconocimiento de lo singular han estado presentes siempre. Fundamentadas en la hipótesis de que las culturas minoritarias no sobreviven si a lo global no se le pone freno, han cosechado enormes éxitos y han resultado fundamentales para lograr un mundo multicultural y abierto.
El problema es que ahora la amenaza es otra. Yo no hay que luchar contra un movimiento global que pretende imponer una visión del mundo liberal y occidentalizado, no, ahora el enemigo supone una amenaza mayor: una inteligencia nueva, cuyo gobierno es sólo asequible para las élites mientras los demás regresan a nueva forma de analfabetismo: no saber qué hacer con los datos, no saber qué estudiar, no saber qué pensar, no saber nada…
Te das una vuelta por los pastos de la España de toda la vida y ahí seguimos, tirándonos los trastos a la cabeza, peleando por todo, no siendo capaces de reconocerle nada al otro, amagados en las trincheras de lo pequeño, ondeando las viejas banderas de nuestros abuelos sin pararnos a reflexionar porque la capacidad de razonar nos ha sido sustraída por la inmediatez de todo. Que si los fondos europeos no llegarán (España lidera la absorción de los NexGen a escala europea), que si las ayudas serán sólo para los grandes (el KIT Digital alcanzará a un millón de empresas), que si la pandemia y su gestión es culpa de tal o cual líder o lideresa (todos los han hecho bien y mal al mismo tiempo y en realidad lo más importante lo hicimos casi todos igual a escala europea), que si hay que crear 'Amazons' locales y pararle los pasos a Netflix y colocar una bandera única en cada campanario.
Nos tiramos los trastos a la cabeza y nos lo dividimos todo. Como a este le has dado cien a mí me tocan doscientos, como a esta fuiste a verla y os hicisteis una foto oficial a mí me debes una delegación oficial, como en esta ciudad has prometido un centro para X a mí me debes un centro para Y o ese mismo centro para X pero más especial y con más inversión. Luego está el recelo por lo propio y nuestra afición a la envidia y a la ocultación y al engaño: las palabras a medias y los medios secretos, los buenos y los malos, los que saben y los ignorantes, los cercanos, los que influyen, y los parias, los que siempre andan protestando y ya influirán cuando gobiernen los otros.
¡Así es imposible! Cuando deberíamos estar escalando esto a nivel europeo: un único centro de X pero con un súper presupuesto del que se pueda beneficiar la economía en su conjunto; a nosotros nos da por estar más fragmentados que nunca: lo queremos todos, todo, al mismo tiempo, con la proveniencia siempre del mismo presupuesto y después de victorias pírricas entre bambalinas. Estamos condenados a la irrelevancia.
Ahora, más que nunca, lo que tocaría es multiplicar esos dos billones de euros del canuto europeo por tres o por cuatro, sembrar Europa de nuevas empresas punteras en los campos de la energía y el medioambiente, de la robótica de precisión para nuestras fábricas, de la inteligencia artificial de nuestra salud y de tantas otras cosas. ¿Se lo imaginan? Un plan de 10 billones de euros, con emprendedores pensando a lo grande y captando rápido el capital para crecer, con los bancos inyectando cofinanciaciones millonarias en proyectos a nivel europeo (la banca local está muerta porque será irrelevante con el paso de la tecnología).
¿Se lo creen? Una nueva hornada de innovadores que se educaron de Erasmus y se juntaron entre ellos creando las primeras familias europeas posmodernas: ya sin complejos y sin las rencillas de nuestros abuelos. Estos grupos desacomplejados se permiten soñar a lo grande, no les importa compartir información y se juntarán a la mínima ocasión con sus más molestos competidores para ser más grandes y atacar el siguiente nivel. En sus cabezas están las ideas que moverán a la vieja Europa hacia un destino todavía ignoto.
Resulta irrelevante casi todo lo demás y en la España multi regional y de las peleas de antes estamos condenados a ser invisibles, a que no se cuente con nosotros. Hay algunas excepciones que podrían invitar al optimismo: regiones de distintos partidos unidas por algo, ciudades competidoras aliadas por un fin común, propuestas millonarias en torno a las claves tecnológicas del futuro… Pero necesitamos más. Todos deberíamos decirnos, alto y claro, públicamente: que tal o cual idea o propuesta de uno u otro partido es válida, que se puede y se debe cambiar de opinión y proponer lo contrario sin que eso sea un delito o una falta, un asedio en redes sociales.
Y ser irrelevante ahora es muy peligroso. Y no ver el peligro es ser tremendamente irresponsable.
*** Fran Estevan es escritor y fundador de LocalEurope.