La pasada semana se celebró en Madrid con gran pompa y circunstancia un encuentro entre la vicepresidenta segunda del gobierno, Yolanda Díaz, y el economista Thomas Piketty. Aunque se anunciaba algo así como el primer episodio del advenimiento de ese nuevo artefacto político que dicen se está creando, la cosa se quedó en una mera faena de aliño, al menos en mi humilde opinión.
Será cosa de estos tiempos tan dados a lo melifluo, pero observo que últimamente estamos sometidos a una sobredosis de expectativas, producto de los numerosos acontecimientos históricos que se suceden semana tras semana. Eso sí, por más que me esfuerzo en buscarles la épica, la primicia, acaban pasando sin pena de gloria. Si acaso, cada suceso de la saga suele dar para un tuit y poco más. En el caso que nos ocupa, algún eslogan por allí, un latiguillo revolucionario por acá, pero enjundia la justa. Añejas ideas enlatadas en nuevas retóricas salpicadas de terminología posmoderna.
El único titular del evento nos asegura que Piketty insistió en la idea de que estamos entrando en una fase poscapitalista (la verdad es que no sé muy bien en qué se basa este hombre para aseverar semejante cosa, más bien parece que vivimos en una sociedad capitalista que cada vez lo será aún más) y que los trabajadores deberían tener derecho a voto en la gestión de la empresa, de tal forma que el accionista (capitalista) debería tener como mucho un 10% del capital, es decir, que habría que encaminar al mundo hacia lo que él mismo denomina una suerte de socialismo participativo. Díaz, probablemente necesitada de nuevo arsenal discursivo que sostenga sus muy celebradas intervenciones públicas, recogió el guante y proclamó a los cuatro vientos que iba a trabajar en lo que ella denominó cogestión empresarial, para superar de este modo el modelo de comité de empresa, presente en el Estatuto de Trabajadores.
Es curiosa la eterna tentación de muchas personas públicas para tratar de inventar la rueda. No hemos tenido suficiente experiencia histórica durante un siglo con eso que ahora eufemísticamente llaman socialismo participativo y cogestión empresarial, como para repetir. Estamos deseándolo, vaya. Vivimos en tiempos en los que abundan las etiquetas, y los adjetivos. Queremos cambiar la realidad, pero como no sabemos bien qué hacer, empezamos por el final, es decir, primero nos imaginamos lo que deseamos (en este caso lo contrario de una sociedad capitalista, es decir, una sociedad sin mercado), y después lanzamos un término a la palestra a hacer el trabajo sucio.
No sabemos muy bien de qué va la cosa, pero, por si acaso, ponemos primero la etiqueta y la lanzamos a rodar. Luego, ya más tarde, tratamos de darle forma. Y así nos va. Esto se parece mucho a las invocaciones de los viejos chamanes: pronunciar un 'palabro' y dirigirse a los cielos esperando que su alquimia performativa haga la tarea y transforme la realidad.
Las cosas en general, para que salgan bien, requieren de más sosiego y de más gente, esta vez sí, participando y haciendo aquello que se propone. Por supuesto que se pueden mejorar mucho los modelos de gestión de las compañías. Y de hecho, ya está ocurriendo. Si los que enuncian etiquetas por doquier se acercaran, de verdad, a estudiar lo que está aconteciendo en los hubs de innovación, en las incubadoras y aceleradoras, en las universidades y centros de innovación, quizás recogieran enseñanzas más útiles y productivas para el país. Hay una innovación social y empresarial creciente en muchos ámbitos, y se está produciendo sin necesidad de elaborar un real decreto ni obligar por ley a nada.
Si obraran así, conocerían que ya existe un modelo de cogestión de éxito contrastado, la cooperativa, donde España tiene excelentes proyectos, como el de Mondragón. ¿Por qué no hablamos de exportar un modelo que funciona a otras partes del territorio español en vez de inventarnos frases grandilocuentes? La cooperativa sí es una cogestión productiva, exitosa y de enormes beneficios económicos y sociales. Agrupémonos todos, pero a poder ser en cooperativas.
Claro que alguien dirá: ya, ya, pero el problema está en las grandes compañías, donde los directivos toman todas las decisiones, y en las pequeñas pymes donde un empresario, a menudo autónomo, tiene contratado a menos de cinco trabajadores. De nuevo la innovación que se está produciendo puede ser un modelo replicable y que se puede ir generalizando. Las startups, pequeñas compañías innovadoras, tienen modelos de producción, de inversión y de cultura empresarial radicalmente diferente a los modelos fordistas. Y de hecho, por necesidad, pero también por convicción, comparten el riesgo de la aventura empresarial con los trabajadores, remunerando parte de su salario con participaciones de la compañía.
Hago un inciso en la reflexión, pues pudiera parecer que a algunos de los que hablan de la empresa, y de su rol en una sociedad, se les olvida un pequeño pero importante detalle. La empresa nace porque una o varias personas decide arriesgar su dinero, su patrimonio o pedir un préstamo, o buscar inversores para lanzar un modelo de negocio. Es decir, nadie puede garantizar que eso vaya a salir bien, y de hecho muchas veces el proyecto se va al garete. Y hay gente que se arruina y lo pierde todo. Es fácil decir que cuando la empresa va viento en popa todos los que trabajan deben participar y poseer la propiedad de la misma. ¿Y cuándo vaya mal? ¿Se va a socializar entre los trabajadores el riesgo? ¿Por ley?
En mi opinión, tenemos muchas nuevas compañías innovadoras que sin haber sido obligadas a ello han encontrado en la nueva cultura empresarial el impulso que necesitaban. Y de hecho, las mejores compañías ya practican una suerte de cogestión. Hay un concepto clave en este sentido: el sentido de pertenencia. Si lo que tú haces en la compañía en la que trabajas mejora los resultados de la empresa y eso te recompensa, estarás coparticipando de manera más real, y lo harás por un acuerdo voluntario. ¿Qué mejor implicación en la gestión que ser propietario de un porcentaje del capital social de la empresa? Compartir los medios de producción, por utilizar la terminología marxista, sin que nadie te obligue a ello es un juego de suma positivo. No se trata de quitar a alguien una parte para dárselo a otra.
Desde este punto de vista tiene mucho más impacto positivo para los trabajadores la mejora de la fiscalidad de las stock options que ha impulsado Calviño en la Ley de startups que se encuentra en tramitación parlamentaria, que proclamar a los cuatro vientos esas expresiones indeterminadas como socialismo participativo o cogestión. Si a Karl Marx le hubieran dicho que iban a existir compañías con menos de cinco años de vida que iban a remunerar parte del salario a sus trabajadores con acciones de sus empresas, y por tanto compartir el éxito de los beneficios extraordinarios futuros, habría dado por finiquitada buena parte de sus teorías y pensaría que el modelo capitalista había sucumbido por fin, y, sobre todo, habría visto que la revolución que reclamaba había alcanzado al menos algunos de sus objetivos declarados.
Más que socialismo participativo y sociedad poscapitalista, tal y como asegura Piketty, a mi modo de ver nos encontramos en una sociedad posindustrial, donde algunos de los viejos elementos que daban forma al modelo de producción y a la sociedad que emanaba del mismo, se han transformado. Hay industrias digitales que han conseguido dejar anquilosado, siquiera sea de modo parcial, el concepto de escasez, al menos tal y como había sido descrito tradicionalmente en los libros de economía. Hay compañías que fueron fundadas hace diez o quince años como startups tecnológicas que hoy son líderes mundiales no sólo en capitalización bursátil, sino en innovación y desarrollo. Hay un enorme salto en la cultura empresarial, en la forma en que trabajan y se relacionan trabajadores, gestores y fundadores.
Frente a eso, es cierto que muchos trabajadores todavía sufren la precariedad, que muchas empresas siguen ancladas en viejas culturas que las hacen ineficientes y que van a ir desapareciendo, no ya porque no hacen partícipes a sus empleados de las decisiones, sino porque no son rentables, ni tienen modelos de negocio sostenibles. El desafío que tenemos como sociedad no es el socialismo participativo, ni la cogestión, sino que seamos capaces de crear nuevas empresas innovadoras. Son las que crecen más rápido, las que pueden competir a escala internacional, las que ofrecen mejores salarios, las que emplean a trabajadores más cualificados, y las que hacen partícipes de la propiedad, y por tanto del éxito o fracaso, a esos trabajadores a través de planes de participación en el capital y otros instrumentos. Y también, y esto se olvida muchas veces, las que son capaces de aportar más ingresos tributarios al Estado (beneficios y trabajadores bien pagados) para que el sector público pueda proveer de servicios públicos de calidad. Pensemos, pues, en qué instrumentos de política económica son necesarios para fomentar la creación de estas compañías: sandboxes regulatorios, compra pública innovadora, clústeres de innovación, etc.
Contra la desigualdad, otro de los males de nuestras sociedades, no se acaba con modelos caducos que la historia se ha encargado de dejar muy maltrechos. Necesitamos más y mejores empresas, pero eso no se puede teledirigir, ni certificar en el BOE, ni crear realidades con eslóganes para llevarlos a un real decreto. Por mucho que algunos se empeñen, no se puede hacer una reforma empresarial por ley tal y como se está planteando, salvo que queramos ver imágenes de otros tiempos. Y sí, luego está la acción correctora y creadora de oportunidades que puede desarrollar el sector público y que en mi opinión tiene tres palabras mágicas: educación, educación y educación. Pero de eso se habla menos en los cenáculos de los nuevos profetas.