El 12 de marzo de 2021, mucho antes de que Facebook cambiara su nombre a Meta y que el 'clickbait' de los medios propagaran esto del metaverso a ración de noticia diaria, ya publiqué en este mismo espacio una columna titulada 'A vueltas con los metaversos'. En aquel momento, no era más que un concepto en auge, sí, pero sin apuestas milmillonarias que justificaran un ápice de atención. Tampoco los modelos de negocio ni los casos de uso respaldaban un tratamiento distinto.
La realidad ha cambiado mucho en este último año... o quizás no tanto. Sería absurdo negar que el metaverso se ha convertido en la nueva palabra de moda en el sector tecnológico. Estamos acostumbrados a estos ciclos ligados al márketing en una industria ávida de cosas distintas, diferentes, disruptoras. Hoy todo el mundo ha oído hablar del metaverso en mayor o menor medida, aunque muchos sigan preguntándose -y preguntándome- de qué demonios se trata.
Pues bien, lo que no ha cambiado era el diagnóstico que muchos analistas y un mismo servidor compartíamos hace un año. El metaverso no dista, al menos en lo visto hasta ahora, de una vuelta de tuerca más a tecnologías ya bien conocidas como la realidad virtual, la realidad aumentada, las redes sociales, los videojuegos inmersivos... A mayores, podemos sumar métodos de pago y blockchain para las compras dentro de esos entornos y algún uso profesional, como los entornos de trabajo colaborativo.
Cabe recordar que las dos primeras de esas tendencias, las predominantes en esto del metaverso, han pasado ya por numerosos intentos de asentarse en la sociedad y nunca jamás han calado. La realidad virtual y aumentada han ido mejorando en su técnica, pero todavía no han encontrado ningún caso de uso que justifique su democratización a gran escala. La prueba de ello está en que todas las previsiones realizadas por las firmas de análisis, como Gartner o IDC, en torno a ambas innovaciones durante la última década han tenido que ser sucesivamente rebajadas.
Hay otro aspecto fundamental que arroja incertidumbre sobre el futuro tan brillante que algunos auguran para el metaverso. Durante años hemos ido eliminando puntos de fricción en nuestro acceso a las plataformas y servicios digitales, facilitando una experiencia omnicanal y casi omnipresente. ¿Cómo justificar ahora un cambio radical de rumbo, incorporando a la ecuación un dispositivo que genera mucha más fricción cotidiana que la que pueda suponer un smartphone? Quizás la ciudadanía en su conjunto se acostumbre a esta nueva realidad, pero no estamos en ese momento ahora ni mucho menos. Eso siempre que nos atengamos a la definición estándar de metaverso, porque también hay quienes directamente engloban bajo esta denominación a simples aplicaciones móviles ya existentes desde hace tiempo que no requieren de ningún complemento.
Espero que mi mensaje no lleve a confusión: no podemos cerrar las puertas a que el metaverso se convierta en el próximo paradigma digital por defecto. Osado quien se atreva ahora a pronosticar o desmentir que lleguemos a tener una una realidad externa donde nuestro mundo se ve suplido por uno virtual, tal y como planteaba en 1992 Neal Stephenson en su novela 'Snow Crash'. Lo que sí sabemos en estos momentos, sin ningún lugar a dudas, es que el metaverso está sirviendo para dar respuesta a muchas necesidades de la industria que poco o nada tienen que ver con esta misión final y utópica de la que se presupone estamos hablando.
No voy a repetirme con aquello de que el cambio de nombre de Facebook a Meta tiene más que ver con las controversias y la caída bursátil derivada de las mismas que con el apasionado discurso de Zuckerberg sobre estos nuevos mundos virtuales. Tampoco con que impulsores de tendencias especulativas como los NFT o las criptomonedas hayan tardado poco en tomar posición con la compra de activos en estos entornos extraordinariamente incipientes. O con que todos los videojuegos que incorporan una realidad paralela inmersiva -como Fortnite, sin ir más lejos- pasen a ser considerados ya como un metaverso en sí mismo. En tal caso, metaversos hay miles y desde hace mucho tiempo. ¿O acaso nadie se acuerda de Second Life?
En lo que sí me gustaría detenerme es en la facilidad con que grandes compañías se han prestado a alimentar la burbuja del metaverso. Recientemente, Hyundai -la todopoderosa firma de automoción- anunciaba la creación de su propio metaverso industrial... en lo que no dejaba de ser un gemelo digital de toda la vida. Pero, como es menester, la noticia 'vende' mucho más si va ligada a un concepto de moda y no a algo que, si bien más preciso no tiene el mismo glamour.
Lo mismo ocurre con la compra, conocida esta semana, de Activision Blizzard por parte de Microsoft. 60.300 millones de euros son muchos millones para una adquisición que, de aprobarse, será la mayor de la historia del gigante de Redmond. Al instante, todas las voces apelaban a que se trataba de un movimiento esencial en la estrategia de Microsoft para abordar el metaverso. Si bien es cierto que esta compañía ha hecho potentes inversiones en realidad mixta -HoloLens-, su historial reciente de adquisiciones en estas lides está íntimamente relacionado con dotar de contenidos a su plataforma XBOX.
Ahí sí que tiene esta empresa un caso de uso real, contante y sonante: alimentar su servicio de suscripción en plena contienda de la nueva generación de videoconsolas frente a Sony y con una extraordinaria ambición de llevar a los 'gamers' a la nube. Por no contar que, el hecho de que Microsoft no cuente con una plataforma social de consumo (LinkedIn está circunscrita al ámbito profesional) puede motivar que prefiera competir en ese negociado desde la capa de los contenidos, sirviendo y monetizando las interacciones que se produzcan en las enseñas sociales que escapan de su control.
Decía en mi columna de hace un año que el metaverso entendido en la vertiente de videojuego tenía como reto mantener el nivel de atención, retener a sus usuarios conforme crezcan y atraer a públicos más maduros a estos entornos sin perder la esencia original. Añado ahora, con su permiso, que el metaverso en su más amplia concepción tiene la tarea urgente de concretar su definición, sentar estándares de interoperabilidad entre las distintas plataformas que se presten a la batalla y, por encima de todo, ofrecer casos de uso inmediatos que motiven a unos usuarios reticentes a usar habitualmente estos entornos de -supuesto- nuevo cuño.