En todas las versiones que el polifacético Philip Roth publicó de la larga conversación que mantuvo en 1986 con Primo Levi, el periodista y escritor norteamericano manifestó su admiración por el químico y pensador italiano, superviviente y testimonio imprescindible del Holocausto. Roth le dedicó elogios y palabras que destilaban una humildad muy poco habitual en quien solía tratar la mediocridad con indisimulado desdén.
Roth y Levi, ambos judíos, se habían conocido en Londres en abril de ese año, en la sede del Instituto Italiano de Cultura, en el 39 de Belgrave Square. Cinco meses más tarde, Roth y la que por entonces era su segunda esposa, Claire Bloom, actriz por la que Levi admitió sentir devoción, viajaron a Turín y le entrevistaron para The New York Times Review.
El retrato que resultó de Primo Levi fue el de un artista químico más que el de un químico escritor. La investigación científica, es verdad, tiene mucho de oficio. Pero también de arte creativo. En la versión en italiano de aquella charla que publicó La Stampa, Roth dijo de Levi que se encontraba entre los artistas intelectualmente mejor dotados del siglo XX.
Levi ha sido uno de los escritores que mejor se han adaptado al medio que le rodeaba. Su vocación era científica, pero también posibilista. Por eso fue gerente de una empresa de pinturas. Italiano de raza judía se adaptó para sobrevivir durante un año a Auschwitz y, después, para contarlo de manera descarnada, honesta y sin presentarse a sí mismo como una víctima. Les recomiendo Si esto es un hombre, publicado en 1947.
Primo Levi fue de esa clase de escritores que saben escuchar. De esa capacidad de escucha surgió uno de los grandes libros de la divulgación científica, El sistema periódico, en el que el lector va descubriendo el mundo a través de los elementos químicos.
Por algunas de estas virtudes, por su autoridad moral y por el impacto que provocó en mí, decidí que esta columna que hoy nace se llamaría “El Club de Levi”. Y así lo habría zanjado si no fuera consciente de que los lectores de D+I - El Español esperan que sus columnistas les vayan abriendo ventanas hacia lo último de lo último en tecnología, investigación y oportunidades para generar conocimiento y riqueza.
Con ese ánimo les propongo un viaje quincenal por algunas de las fronteras de la ciencia, pero desde un especial apego por la química y por las enormes posibilidades que la nanotecnología está ofreciendo en todos los sectores imaginables: desde la medicina a la electrónica, pasando por prácticamente toda la actividad industrial, aún miope ante el universo de los materiales avanzados.
No es casualidad, por ejemplo, que los llamados planes complementarios del Ministerio de Ciencia e Innovación, los ocho grandes áreas estratégicas en investigación a largo plazo para España, incluyan los Materiales Avanzados junto a la Biotecnología aplicada a la salud, la Comunicación Cuántica, la Agroalimentación, la Astrofísica y física de altas energías, las Ciencias Marinas o la Energía y el Hidrógeno Renovable.
Imaginen ese trayecto hacia el nanomundo como un viaje en ascensor desde nuestro macromundo hacia una realidad diminuta, invisible y solo perceptible para los microscopios de fuerza atómica (AFM) o los de efecto túnel (STM). Para llegar a él hay que atravesar el mundo “micro”, el de una pulga, un cabello, una célula o una bacteria, observables con microscopía óptica. El nanomundo es el de los virus, el ADN, el átomo o las partículas subatómicas. Cruzamos la frontera de la mecánica clásica y nos adentramos en el universo cuántico.
El físico Richard Feynman, padre de ese cambio de perspectiva hacia el universo nano, lo resumió en una charla que pronunció en 1959 y que tituló There’s plenty of room at the botom” (Hay mucho espacio ahí abajo). “¿Por qué no podemos escribir los 24 volúmenes de la Enciclopedia Británica en la cabeza de un alfiler?”, se preguntó retóricamente ante la comunidad científica. Hoy existen ya los MOF (metal-organic frameworks), materiales nuevos con poros nanoscópicos que en un solo gramo disponen de una superficie de almacenamiento que cubriría 1,3 campos de fútbol. Equilibrando el tamaño y la masa del hidrógeno o el metano, esos poros del MOF, por ejemplo, podrían almacenar enormes cantidades de estos gases.
Un ejemplo de buena visión es que la Universidad de Valencia acaba de entrar por primera vez en su historia en el capital social de una spin-off. Su actividad será la consultoría, la producción y la distribución de este tipo de materiales. Su nombre es PMA y está liderada por el investigador Carlos Martí-Gastaldo y parte de su equipo en el Instituto de Ciencia Molecular (ICMol) de la citada universidad.
Apenas un puñado de empresas en todo el mundo se dedican a este campo tan prometedor de la química. Todavía no suena mucho, es verdad. Sucedió lo mismo con el grafeno, conocido desde los años 50, pero que no se popularizó hasta que en 2010 el premio Nobel de Física recayó en los investigadores de la Universidad de Manchester Andre K. Geim y Konstantin Novoselov por su descubrimiento de la técnica para aislar este material.
Al margen de quienes piensan que el fenómeno grafeno está artificialmente hinchado, hay que estar atentos a la evolución de las empresas que se dedican a los MOF. Gigantes como Basf o la farmacéutica Merck, cuya consejera delegada es la española Belén Garijo, ya apuestan fuerte por ello. Está por ver a qué velocidad se incorporan los MOF a los procesos industriales. Pero hay cifras ya relevantes: la Red Española de Nanotecnología integra 376 grupos de investigación y a más de 4.500 investigadores en centros como el Nanogune vasco, el ICN2 catalán o el IMDEA Nanoscience de Madrid.
En esa otra realidad, a escala de millonésimas de milímetro, las propiedades de las sustancias cambian y en ella se puede construir todo lo imaginable a la manera de una arquitectura genial basada en piezas de lego que se pueden estudiar, modificar e incluso programar molécula a molécula. Y, más allá, átomo a átomo. La clave de la química ya no es tanto hacer reaccionar las moléculas, sino controlarlas una a una.
Esta revolución, todavía desconocida para una gran mayoría, exige un cambio en la manera de pensar e interpretar la realidad. Una manera sencilla de hacerlo es incorporar el prefijo “nano” a las áreas de conocimiento que se van generando. Ya no es tan extraño oír hablar de nanomedicina, nanoelectrónica o nanomagnetismo. Pero prepárense para escuchar otras como la espintrónica o la magnónica, claves de la revolución de la electrónica.
En distintas entrevistas publicadas hace poco en medios españoles, entre ellos El Español, el neurobiólogo español Rafael Yuste, coordinador del proyecto Brain, nos anunciaba un mundo a diez años vista en el que no será extraña la implantación de biosensores en el cuerpo humano capaces de ofrecer nuevas posibilidades tecnológicas al ser humano.
Ante hombres como Yuste les propongo que, como Primo Levi, sepan escuchar. Entre sus reflexiones más recientes, me quedo con una que se ajusta como un guante al viaje que les propongo. La computación no sólo permitirá a cualquier ser humano expandir su memoria, multiplicar su capacidad de cálculo o hablar diferentes idiomas. Pero también el sueño de cualquier científico de imaginar nuevas moléculas. Y, con ello, todo un mundo artificial. Bienvenidos al Nanoclub de Levi.