Hace ya algún tiempo leí un artículo que dibujaba dos posibles escenarios futuros sobre nuestra civilización. En el primero, la energía sería un recurso universal con un coste prácticamente inexistente gracias a los grandes avances que se habrían alcanzado en su generación a través de las distintas fuentes renovables. Se habría conseguido un almacenamiento eficiente y autoabastecimiento para el mundo y esto permitiría romper las barreras entre países, acelerar su desarrollo económico y acceso a la innovación. En la otra cara de la moneda se presentaba una energía tan escasa y valiosa como los metales preciosos, y convertida en un elemento de poder para aquellos que la poseerían frente a los que no.
En estos tiempos, la primera perspectiva es difícil de imaginar a corto plazo, casi tan de ciencia ficción como los saltos a través del hiperespacio que teletransportaban a los personajes de Asimov a través de la galaxia en La Fundación.
La necesidad de adoptar una nueva perspectiva ante nuestra manera de producir, distribuir y consumir la energía a todos los niveles es urgente e inaplazable. Por un lado, la crisis energética en la que estamos inmersos nos aboca a ello. Por otro, porque el impacto de las emisiones de carbono sobre nuestro planeta es inexorable y es un camino de largo plazo, en el que cada día y cada acción cuenta.
Una huella de carbono mide las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) de todas las actividades realizadas por una organización, por un producto o por un servicio. Existen distintos niveles de emisiones, desde las producidas por la propia empresa hasta las que incluyen a su cadena de suministros y los propios consumidores de los productos o servicios de esa empresa, en cualquier sector productivo.
'The Climate Pledge' recoge el compromiso de más de 200 compañías en todo el mundo y de todos los sectores que ya se han puesto el objetivo de alcanzar voluntariamente las cero emisiones de carbono 10 años antes del objetivo establecido en el Acuerdo de París, inicialmente previsto para 2050.
¿Cómo lo están haciendo? En primer lugar, marcándose una meta junto con una estrategia para alcanzarla. A continuación, se miden los niveles de sostenibilidad en los procesos productivos propios, en sus edificios, en sus centros de proceso de datos y, en un siguiente paso, en sus cadenas de suministro y proveedores, detectando las áreas de mejora y los puntos más urgentes de actuación. Hay que poner en marcha la estrategia diseñada junto con una medición regular de los avances y hacerlos visibles a todos los niveles.
La digitalización también es un factor clave en este viaje. No solamente el medio de transporte que usamos para desplazarnos o la eficiencia de la iluminación tienen impacto, nuestro ordenador portátil puede estar certificado como neutro en carbono, podemos medir la huella ambiental del número de correos electrónicos que enviamos cada día, las líneas de código que más consumen energía en un programa informático o el impacto de los distintos tipos de diseño de los algoritmos de Inteligencia Artificial. Es posible descarbonizar el puesto de trabajo, la computación y el almacenamiento crecientes con aplicaciones de diseño más sostenible y con el uso de la nube, los procesos industriales con digital twins, hacer nuestras ciudades y nuestro turismo más sostenibles.
El 2050 parece ya ser insuficiente, los puntos de no retorno para el planeta se sitúan en 2035. En nuestro caso, el compromiso es alcanzar las cero emisiones para 2028, 22 años antes de la fecha propuesta por el Acuerdo de París, así como ayudar a las empresas a hacer la transición hacia las cero emisiones netas y a alcanzar su objetivo de cero emisiones netas con un acuerdo de nivel de descarbonización.
Por cierto, salvo los viajes interestelares, la mayoría de las innovaciones futuristas que aparecían en las novelas de Asimov en los años 50 del siglo veinte son ya una realidad. Lo son los coches autónomos o, sin ir tan lejos, los que incorporan un asistente de aparcamiento (los “vehículos con cerebro robótico” en aquella época), los hologramas para mantener conversaciones a distancia interplanetaria o los robots y asistentes virtuales como miembros más en nuestra vida cotidiana.
Asimov también incluyó en sus obras sobre La Fundación una nueva metaciencia, la 'psicohistoria', que combinaba la historia, la sociología y las ciencias de datos con análisis matemáticos y estadísticos para hacer predicciones sobre los comportamientos humanos a gran escala galáxica, por supuesto. Gracias a esta ciencia, el protagonista Hari Seldon obtiene una predicción sobre la destrucción del Imperio que le lleva a idear un plan para salvarlo, el 'Plan Seldon', que permitiría reducir los 30.000 años de guerras, inestabilidad y caos que predecía la psicohistoria a solo 1.000 años y dar el salto a un nuevo estado de prosperidad.
La inteligencia artificial se basa en las predicciones que pueden hacerse con algoritmos matemáticos con grandes conjuntos de información y datos de diversos tipos. Esperemos que también pueda ser usada para hacer ese salto acelerado tan necesario hacia el ansiado estado de paz y bienestar.
*** Pilar Torres es directora general de Atos en España y Portugal.