El autor teatral británico Michael Frayn se llevó en el año 2000 un Premio Tony por su obra 'Copenhague', que elucubra sobre uno de los episodios más misteriosos de la Historia: el encuentro, en 1941, de dos científicos, ambos ganadores del Premio Nobel: el físico nuclear Niels Bohr, director del Instituto de la Dinamarca ocupada, y su avanzado discípulo, el alemán Werner Heisenberg, colaborador del régimen nazi y supuesta cabeza pensante del proyecto hitleriano para 'ganar' la II Guerra Mundial con la bomba atómica.
La posibilidad de que los alemanes pudieran fabricar bombas a partir de la fisión nuclear es algo con lo que el espionaje aliado especulaba en despachos e informes top secret, mientras Inglaterra y EE.UU. buscaban lo mismo con el conocido Proyecto Manhattan, dirigido por el profesor de Princeton Robert Oppenheimer.
Un proyecto iniciado paradójicamente con una carta enviada por Albert Einstein al entonces presidente de EE.UU., Franklin Roosevelt, alertándole del peligro de una escalada atómica por los nada indisimulados escarceos de Hitler y sus científicos con el uranio.
Einstein envió aquella carta a Roosevelt advertido por varios colegas científicos judíos, entre ellos el físico húngaro Leó Szilard, a quien se atribuyó la primera patente original de la devastadora bomba, pero también la autoría material de aquella misiva que tuvo un efecto bumerán. La paradoja la resumió el propio Albert Einstein cuando pocos años después EE.UU. bombardeó Hiroshima y Nagasaki: “Debería quemarme los dedos con los que escribí aquella primera carta a Roosevelt”, dijo el más célebre científico del siglo XX, consciente de que la alarma disparó el nerviosismo estadounidense sobre el discurrir de la guerra.
La apasionante obra de Michael Frayn -también películas, como 'The catcher was an spy' (2018)- demuestra el dramatismo de un episodio que sitúa a sus protagonistas cruzando por el puente de un dilema que les lleva de la Física a la Metafísica. ¿Acaso Heisenberg viajó a Dinamarca para averiguar si los estadounidenses estaban construyendo la bomba? ¿O, por el contrario, trató de advertir a Bohr de que iba a impedir que los alemanes dispusieran de esa tecnología para fabricar una?
Nadie sabe ciertamente lo que sucedió en aquel paseo. Pero está claro que la conversación fue más allá de la mecánica cuántica. Niels Bohr ha pasado a la historia, entre otras cosas, por su manera de emplear la Física para buscar las implicaciones filosóficas y morales que se sugieren con la ciencia. Algo que siempre deberíamos exigir a los hombres y mujeres de la ciencia, además de competencias y capacidades que están más de moda, como que los científicos más académicos se concentren en la creación de spinoffs universitarias que sean capaces de responder más ágilmente a las crisis globales.
En un reciente editorial, la revista 'Nature Nanotechnology' ponía como ejemplo a AbCellera Biologics Inc., startup de nanomedicina surgida de la Universidad de Columbia Británica (UBC), que adelantó el desarrollo de un anticuerpo terapéutico para covid-19 en apenas 90 días. Desde su perspectiva, se deberían ir cayendo algunos mitos, como el de los científicos como ratones de laboratorio, para impulsar la figura del 'científico académico-empresario' que sea capaz de responder a las crisis sanitarias y humanitarias y crear un impacto económico y social.
De hecho, de las seis empresas o grupos que recibieron fondos del Departamento de Defensa y el Departamento de Salud y Servicios Humanos de EE.UU. para desarrollar, fabricar y distribuir vacunas contra la covid-19, las derivadas de universidades fueron socios vitales en las dos: BioNTech (en asociación con Pfizer) y Moderna, que pudieron producir rápidamente una vacuna autorizada para uso de emergencia de la FDA.
Difícil trance, por tanto, ante el que se encuentran los hombres y mujeres de Ciencia hoy en día. El primer puente les lleva de la Física a la Metafísica, como Bohr y Heisenberg. Al segundo, desde el laboratorio a la empresa, les abocan fenómenos extraordinarios como la covid-19.