El proceso tecnológico ha tenido siempre una naturaleza dual: por un lado, nos ha servido para avanzar como sociedad y para mejorar nuestra calidad de vida; pero, por otro, ha sido frecuentemente usado para hacer el mal y la guerra, para la destrucción de otros seres humanos. Es ese carácter ambiguo el que siempre debemos tener presente para analizar los nuevos avances científicos y tecnológicos.
A veces tengo la sensación de que vivimos en una sociedad que sólo es capaz de mirar el lado bueno de la tecnología, abducida con el elixir narcotizante que emana de los nuevos cachivaches que se anuncian como el no va más; como si no tuvieran una cara oculta, como si ya no hiciese falta ese análisis desde esa doble perspectiva.
Viene esto al caso para poner de relieve el último de nuestros desvelos. El advenimiento masivo de aplicaciones de inteligencia artificial –algo que venía ya produciéndose– ha alcanzado el punto de ebullición social en las últimas semanas con la aparición de ChatGPT. De repente es como si Dios nos hubiese abierto las aguas para cruzar el mar y llegar a la tierra prometida, aunque en este caso no sabemos quién está ejerciendo de Moisés. Una señal más para andar un poco mosca al respecto.
Se ha hablado por doquier de la inevitabilidad de la inteligencia artificial. Sabemos que millones de tareas y puestos de trabajo están condenadas a la desaparición, damos por hecho que la automatización de procesos, unida a la gestión de la enorme cantidad de datos que generamos en nuestra interacción con otras personas y máquinas en el ámbito digital, es el nuevo recurso productivo que ya gobierna el mundo. Por no decir que se ha convertido en el único imaginario de progreso futuro.
Lo que no teníamos tan claro, al menos yo, es que habíamos decidido renunciar a hacer aquello que nos define como humanos en pos de una supuesta mejora de nuestras formas de producción y consumo. Seremos un poco más idiotas, o tontos, o mediocres, pero de manera más sofisticada. Quizá no sepamos quién fue Descartes, pero qué pamplina será esa al lado de llevar un reloj inteligente al que le ordenarás que mande en tu nombre a tu profesor de filosofía (¿un robot?) un ensayo breve sobre “el discurso del método”, y así tú puedas ponerte a las cosas importantes.
A J.F. Kennedy le preguntaron una vez de dónde venía esa obsesión por ir a la luna. En el fondo la pregunta tenía mucho sentido: ¿qué problema humano, social o civilizatorio se pretendía resolver afrontando tal colosal epopeya? La respuesta del famoso presidente nos ha definido desde entonces: “Si alguien pregunta por qué queremos ir a la luna, la respuesta es sencilla: porque podemos. No hace falta ninguna otra respuesta”. Puestas así las cosas, a mí se me ocurren muchas formas de resolver por la vía directa algunos de nuestros problemas. No se quejen cuando surjan seres humanos que quieran jugar a ser dioses con sus semejantes.
El reverso del lado bueno del progreso técnico ha sido siempre una constante a lo largo de la Historia de la humanidad. No ha sido casualidad que buena parte de los avances tecnológicos hayan sido utilizados por primera vez en el campo militar: desde la pólvora, hasta la energía nuclear; desde la aviación, hasta las herramientas más sofisticadas. Digamos que siempre que el ser humano tiene que debatirse entre usar el palo que ha inventado bien para arar o bien para destrozar el cráneo a sus semejantes, suele optar por hacer ambas cosas, empezando por la segunda.
Por eso deberíamos ser más comedidos y prudentes ante estas nuevas promesas, y razonar en torno a sus implicaciones éticas, preguntarnos por los posibles elementos conflictivos. No porque tengamos una conciencia ludita, por así decirlo, sino porque ya conocemos de qué han sido capaces en otros tiempos nuestros congéneres. No seguir al dictado el axioma de Kennedy. A veces hacer algo, simplemente porque se puede hacer, suele tener consecuencias devastadoras.
La aparición de las Inteligencias Artificiales, la rapidez y el crecimiento exponencial con los que conquistan todos los espacios, es de tal intensidad que muchos tememos que estamos traspasando la capacidad que tenemos como seres humanos para saber qué está pasando y cómo nos va a afectar. Ese desbordamiento de nuestros propios límites de comprensión del fenómeno debería ser el mejor indicador que nos guiara ante el uso masivo que cabe esperar de la tecnología. Pero, honestamente, me temo que no va a ser así.
He estado unos días, como muchos millones de personas, interactuando con ChatGPT y he podido sacar algunas conclusiones. La primera, como decía anteriormente, es que hemos apostado (nadie sabe quién ha sido, pero la mayoría lo va a dar por bueno) por renunciar a aquellas tareas creativas que más nos distinguen como humanos. Va a correr como la pólvora. Algunos saldrán a decir que hay que darles un uso adecuado, que hay que aprender a utilizarlas correctamente, que no sustituyen el trabajo creativo, que son una ayuda inmejorable.
Sí, todo eso lo hemos hablado ya antes para casos similares, pero ya me atrevo a predecir que ningún estudiante de primaria, secundaria o terciaria va a volver a escribir un texto enfrentándose al papel en blanco, que las tareas de investigación de varias profesiones (profesores, periodistas, ensayistas, etc.) que exigían leer informes y libros van a dejar de hacerse, por no hablar de aquellas tareas que ya de facto las medio hacen los bots, y bien que se nota. En suma, que el esfuerzo exigible a toda tarea creativa va a ser sustituido por la comodidad de que salga cualquier imitación que suene a hecha por humano.
Todavía no estamos ni siquiera en los albores de resolver la gran falla de cualquier IA, como es la existencia de enormes sesgos de representación de grupos de personas, de principios y de culturas, y ya nos hemos lanzado a su uso masivo como si estas cuestiones no tuvieran la menor importancia. Por no hablar del incremento exponencial del reduccionismo de pensamiento al que vamos a asistir: si hoy ya nos conformamos con lo que nos dice Wikipedia o las primeras búsquedas de Google, ahora nos vamos a conformar con lo primero que nos diga una herramienta de este tipo. Si creen que hay un serio problema de burbujas ideológicas, sociales y políticas en nuestras polarizadas sociedades, esperen a que esto se generalice.
La automatización de procesos y tareas ha tenido la indudable virtud de poder hacer más cosas en mucho menos tiempo, pero ya sabemos también su impacto. Y a veces me pregunto por qué no hacemos ese análisis coste-beneficio con más honestidad intelectual.
Se escribe peor que nunca, la concentración media en la lectura ha descendido drásticamente, muchas personas con estudios y formación tienen crecientes dificultades para comprender y resolver problemas complejos. La conclusión es evidente: queremos aparentar que un texto lo hemos escrito nosotros, pero no estamos dispuestos a invertir el tiempo necesario para hacerlo bien. Es más, entre hacerlo bien y perder mucho tiempo, preferimos dedicarle unos minutos y que salga peor. En eso consiste la ganancia de productividad tal y como se entiende en nuestros días.
Y ChatGPT se va a convertir en nuestro zahorí de confianza para guiarnos en ese camino libre de toda atadura impuesta por las tareas artesanas 'viejunas'. Antes los maestros penalizaban los atajos de los pupilos, sobre todo si llevaban consigo el estigma de la chapuza, ahora y en el futuro me temo que se van a premiar.
No me puedo ni imaginar el impacto de este tipo de herramientas en ámbitos como la política. Cuando hace una década se dictaminó que las redes sociales nos traerían un soplo de democratización y de regeneración, subidos a la ola de la llamada “nueva política”, nadie podía imaginar que años más tarde íbamos a estar no solo con los mismos problemas que ya teníamos con la “vieja política”, sino que se le iban a añadir unos cuantos más. El uso perverso de estas herramientas de IA por parte de líderes cada vez más populistas, cesaristas y caudillistas nos debería poner los pelos como escarpias. Y va a pasar.
¿Quiénes van a garantizar el uso racional y positivo de estas herramientas? ¿Estos líderes políticos y sociales que tenemos? ¿Sus propios creadores, que ya conocen la disposición acrítica de los ciudadanos a usar las herramientas sin preguntarse apenas nada al respecto? ¿La propia población cada más absorta en una vorágine de contenidos al estilo TikTok y fascinada por el último fetichismo tecnológico?
Puestos a pensar en un aspecto positivo de herramientas como ChatGPT tengo claro que, aunque se nos va a llenar el ciberespacio de datos falsos, inexactitudes palmarias y demás basura de contenidos, en cantidades infinitamente mayores a los de hoy, al menos los textos estarán bien escritos.
He comprobado fehacientemente, aunque se equivoque con todos los datos y nos diga más mentiras que Judas, que el chat de marras escupe textos con un nivel de gramática, ortografía y sintaxis infinitamente superior a la mayoría de los seres humanos. Es más, recomiendo dejar a un lado esas nuevas herramientas, también de IA, que afloran también para dilucidar si un texto ha sido escrito por una app o por un ser humano. En mi opinión no aportan mucho, pues será fácil distinguir: si está bien escrito, aunque sea mentira, lo habrá elaborado una inteligencia artificial.
***Agustín Baeza es director de Asuntos Públicos de la Asociación Española de Startups.