Uno de los comportamientos humanos más comunes es el engaño. Con sus múltiples realidades, que van desde la mentira de un asesino a la broma del comediante, pasando por la infoxicación política organizada, el fraude económico, la manipulación o la deformación de los hechos históricos, incluso en países del mundo libre y por razones de estado.
La mentira, como el Mortadelo de Ibáñez, adopta múltiples disfraces. Donald Trump encajaría en las viñetas del genial personaje del cómic. En sus grandes tratados sobre la mentira, San Agustín dijo que el engaño es la negación intencionada de una verdad subjetiva. No hay mentira sin intención. Y, aplicado a la propia existencia humana, advirtió: “si me engaño, existo. El que no que no existe, no puede engañarse”. Por tanto, todo el mundo miente. Pero, cuidado, porque esto último no lo dijo el gran pensador del cristianismo. Es palabra del Dr. House. Te alabamos, Gregory.
El engaño y la mentira han viajado siempre en la mochila de la Humanidad. Están tan presentes en la vida que hay quien se proclama experto en detectar a mentirosos. Incluso a los profesionales les delata su mirada, la inconsistencia en el rostro, un cruce de piernas, el movimiento de manos o dedos, la ansiedad incontrolada, el ritmo de su respiración o la temperatura de la piel controlada por sensores. Incluso, aseguran los interrogadores del FBI y la CIA, la medida de la tensión de la voz.
Carl Friedrich Freiherr, el barón de Münchhausen del siglo XVIII, fue retratado y novelado como un mentiroso compulsivo. Siglos después dio nombre al síndrome que identifica a quien simulan enfermedades que no padecen. Y Hanna Arendt dedicó a la mentira distintos artículos periodísticos en The New Yorker que luego alumbraron su “Mentir en política” (Lying in politics, publicado en 1971 por New York Review of Books), dedicado a las consecuencias de la filtración de los Papeles del Pentágono y el abismo abierto en la credibilidad del Gobierno de los EEUU.
Fue el primer gran Wikileaks y un anticipo del Watergate que tumbó a Richard Nixon. Arendt ya anticipaba lo que hoy conocemos como posverdad y el desprecio al principio de realidad.
La mentira nos inunda de tal manera que la ciencia y tecnología se han aplicado en detectarla y analizarla. Avinoam Sapir, ex teniente de la policía israelí, creó a partir del polígrafo la técnica conocida como SCAN (Análisis Científico de Contenido), comercializada por Laboratory for Scientific Interrogation, que asegura que es una técnica científica y que permite discriminar muy bien entre declaraciones verdaderas y falsas.
Un estudio de 2006 publicado en la revista Personality and Social Psycology Review precisaba que, en general, puede diferenciar la verdad y la mentira en el 47% de los casos. Y que es más fácil cazar al mentiroso entre familiares, amigos y parejas que entre desconocidos. Sistemas de Reality Monitoring o el Guilty Knowledge Test (GKT), que incluye preguntas para pillar al mentiroso, permiten cazar al 51% de los mentirosos y liberar al 72% cuando se trata de inocentes.
El test P300, empleado en criminología, detecta las alteraciones de los impulsos eléctricos del cerebro al evocar lugares y escenas mediante la exposición a imágenes que el sujeto percibe simplemente con verlas. Su ventaja es que no necesita que emita palabras ni se tengan en cuenta sus variables fisiológicas, como ocurre con el tradicional polígrafo con el que hay que chequear ritmo cardiaco, respiratorio o sudoración.
Los llamados “atlas cerebrales”, publicados periódicamente por los científicos, van mostrándonos las distintas regiones “ocultas” que forman el cerebro y señalando su especialización mediante escáneres avanzados y computadoras que ejecutan programas de inteligencia artificial que “aprenden”. La Resonancia Magnética Funcional señala las áreas del cerebro que se activan cuando mentimos. Incluso se puede conocer cuando una mentira es espontánea o cuando está perfectamente programada.
La empresa Brainware Science asegura que servicios secretos, agencias de seguridad gubernamentales y empresas con altos valores industriales que proteger se han interesado o están empleando ya su sistema ICognative. Se trata de una diadema portátil y adaptable al cráneo que se comercializa desde hace un par de años como un revolucionario sistema para revelar información oculta midiendo las ondas cerebrales. Una de las claves, un algoritmo que traduce el análisis estadístico en dos categorías: “información presente” o “información ausente”.
Por tanto, no es inimaginable que llegue un día en que los pensamientos privados no sean privados. La inteligencia artificial y el aprendizaje automático no dejan de ser sistemas de simulación de pensamiento. La capacidad de las redes sociales para leer la mente ya se ofrece, de forma gratuita, a través de la participación con funciones de Me gusta y No me gusta, algoritmos predictivos, texto predictivo, etc.
El estudio Cognitive Warfare, firmado por el ex oficial militar François du Cluzel y patrocinado por la OTAN, afirmaba hace un par que el cerebro “será el campo de batalla del siglo XXI”. “Los seres humanos son el dominio en disputa y es probable que los conflictos futuros entre las personas ocurran primero digitalmente y después físicamente en las proximidades de los centros de poder político y económico.
La profesora Nita Farahany, que imparte Biociencias en la Universidad de Duke, denuncia en su último libro, “The battle for Your Brain”, que estas (y otras muchas) intrusiones en la mente humana obligan a tomar medidas legislativas urgentes para la protección de la “libertad cognitiva”. Prohibir TikTok es, a su juicio, una pequeña broma, cuando el objetivo global debe ser establecer los derechos del cerebro y un catálogo de libertades cognitivas frente a la amenaza tecnológica. Faradahy reclama un derecho integral a la libertad cognitiva que se aplique no sólo a la neurotecnología, sino a la autodeterminación de nuestros cerebros y experiencias mentales.
Aunque sólo sea para poder mentir libremente.