Uno de los grandes innovadores de la neurociencia reciente, el profesor francés Stanislas Dehaene, pensador y divulgador de gran talento científico, lleva años investigando las raíces evolutivas del instinto matemático en el ser humano. Por ejemplo, qué tipo de pensamientos o cálculos son exclusivos de nuestro cerebro y si existen en el hombre y la mujer intuiciones innatas y exclusivas. Por ejemplo, si la geometría es sólo una cosa humana.
El año pasado, durante un curso en la Academia Pontificia de Ciencias, nada menos que en la sede vaticana de la Iglesia Católica, Dehaene se preguntaba si los símbolos geométricos más antiguos de la Humanidad, que van apareciendo pintados o esculpidos aquí y allá, no son sino el reflejo de la inclinación humana a imaginar. Lo hizo en tono irónico, para no parecer descortés con sus anfitriones, pero defendió que esa misma imaginación para lo geométrico podría ser la semilla de la religiosidad que ha acompañado al hombre en su existencia.
De Stanislas Dehaene se dice que persigue con esto de la intuición geométrica algo parecido a lo que Noam Chomsky se propuso cuando planteó que el lenguaje es una capacidad humana que tiene raíces biológicas. Y en su empeño por probarlo, Dehaene emplea herramientas complejísimas, como modelos computacionales, inteligencia artificial y técnicas de neuroimagen de resonancia magnética. Pero también analiza casos reales extraordinarios como el de Michael, un joven inglés autista y con un retraso mental profundo, que es incapaz de hablar, pero tiene un coeficiente intelectual (CI) de 128. Michael no puede nombrar un conejo, pero en un segundo es capaz de descomponer en productos una cifra de tres dígitos.
Hace un par de años, cuando la inteligencia artificial todavía no se había plantado de manera desafiante ante nuestros rostros, Dehaene dijo estar “encantado” con su evolución. “Es muy impresionante. Pero creo que falta un aspecto profundo, que es el procesamiento de símbolos”, llegó a decir, al interpretar que la IA le faltaba la capacidad de manipular símbolos y conceptos abstractos, como lo hace el cerebro humano.
En esa misma época, Dehaene publicó un libro que mantenía el optimismo respecto a las capacidades humanas, pero ya en el título admitía su recelo: Cómo aprendemos: por qué los cerebros aprenden mejor que cualquier máquina... por ahora. Un escepticismo que reforzó hace un par de meses cuando, de visita a España, ya advertía de que la Humanidad debe espabilar si pretende no ser arrollada por las máquinas en menos de dos décadas.
En otro de sus libros, El cerebro matemático, descubrí uno de esos episodios novelescos que esconde la historia de la ciencia. En enero de 1913, el profesor británico G.H. Hardy era ya un ilustre matemático. Con apenas 36 años era profesor en el Trinity College y flamante miembro de la Royal Society. En esa fecha, Hardy recibió una carta firmada por un tal Srinivasa Aiyangar Ramanujan que, pese a su lenguaje rudimentario, contenía opiniones sobre teoremas matemáticos cuya complejidad sólo podía apreciar un matemático de la talla de Hardy.
Pese a su petulancia académica -algo, lamentablemente, bastante habitual entre los profesores universitarios- el profesor británico escribió en sus memorias que inmediatamente se dio cuenta de que estaba ante un genio. Le pagó el viaje a Cambridge y ambos iniciaron una colaboración de gran éxito. Ramanujan, nacido humilde en el clan brahman, también llegó a ser miembro de la Royal Society sin haber recibido ningún título universitario y con apenas unas horas de “vuelo académico” en escuelas locales del sur de la India.
El genio indio decía que sus teoremas se los dictaba la diosa Namagiri mientras dormía. Pero lo cierto es que, para desesperación de sus colegas, había desarrollado una increíble intuición matemática y un sorprendente sentido para aplicar la fórmula apropiada. Una capacidad y una extraordinaria fertilidad que la psicología o la neurología no han sido capaces de explicar todavía. Lamentablemente, Ramanujan falleció muy joven, a los 32 años.
La historia de este matemático prodigioso, surgido fuera de la universidad, contrasta con la de una compatriota suya, Deblina Sarkar, nacida en Calcuta, graduada como ingeniera eléctrica en el Indian Institute of Technology, doctorada en la Universidad de California y profesora asistente en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT. Una trayectoria fulgurante, con multitud de premios, que traigo al Nanoclub de Levi porque Deblina es ya, pese a su juventud, una de las grandes mentes de la Nanotecnología mundial. Y, lo más importante, ha sabido desarrollar “dentro del sistema” una doble carrera como profesora y como inventora.
La imperiosa necesidad de fomentar este tipo de perfiles, el de docente/innovador, es una de las ideas que dejó en el aire el ex rector emérito de la Universidad de Harvard, Lawrence Summers, durante la conversación que mantuvo con la presidenta del Banco Santander, Ana Botín, en el acto de clausura del V Encuentro de Rectores Internacionales Universia, celebrado en Valencia con la coordinación de la Universitat de València.
Sarkar fundó hace cuatro años su propio laboratorio en el MIT. Y lo llamó Nano-Cybernetic Biotrek (NCB), un nombre muy de márketing que pretende reflejar el “Biotrek” o viaje o aventura científica por las nuevas tecnologías para conseguir dispositivos nanoelectrónicos de potencia ultrabaja que interactúen con redes cerebrales, con el objetivo final de mejorar la atención médica. Auténtica apasionada por las asombrosas capacidades del cerebro, el objetivo de la profesora Sarkar es incorporar sistemas informáticos inanimados a sistemas biológicos.
Lawrence, que fue secretario del Tesoro de los EEUU, se mostró absolutamente confiado en que los próximos años traerán una “explosión de innovación” en el mundo académico”. El profesor Stanislas Dehaene nos enseña que igual no hace falta que miremos en las universidades. Quedamos a la espera.