Esta tribuna que amablemente me cede mensualmente Disruptores e Innovadores para hablar de asuntos públicos en materia de innovación y emprendimiento, suele buscar ángulos diferentes a la hora de visualizar y contextualizar los grandes debates en torno a dichas temáticas. Hoy vamos a dar un paso más y vamos a tratar de deconstruir algunos de los términos que usamos con cierta frecuencia en el argot.

Un cómico anónimo dijo alguna vez en algún show de la costa oeste estadounidense una de las frases más inteligentes que he leído nunca: ¿Si una palabra del diccionario está mal escrita o definida, cómo lo vamos a saber? O sea, que ya no nos salvamos de las dudas existenciales ni acudiendo al diccionario. Pero no nos queda otra, salvo que algún día alguien invente otro artefacto, o ya que vamos a dar la tabarra con el término de marras, que innove.

Lo cierto es que el uso y abuso de la terminología en un determinado sector termina no sólo por perder de vista el sentido original del término, sino también pervirtiendo (modificando) su significado primigenio. En el ámbito del emprendimiento, la innovación y la investigación, la propia descripción de los palabros que dan título y nombre a un campo del saber y de la acción social puede ir modificándose conforme pasan los años.

Todo este preámbulo viene a cuento para reconocer que tengo una cierta aversión al uso y abuso de la palabra innovación. No sé si hay una palabra más sobada, repetida y enunciada en el universo de la vanguardia económica, política y social. Admito, además, que cuando en un discurso se ha utilizado en las primeras frases cinco veces la palabra innovación, dejo de escuchar semejante arenga. Me ocurre con otras palabras y conceptos, y es por eso por lo que he pensado que puede ser una buena idea examinar a la luz de lo que nos sucede, qué está pasando con ello.

La OCDE define la innovación de dos maneras. La primera, como proceso, y consiste en el desarrollo y comercialización un nuevo o mejorado producto, servicio o proceso. La segunda, como ideación, una suma vitaminada de creatividad y comercialización. Por ello, si se suman de alguna forma ambos significados nos queda algo así como que la innovación acaba siendo la precipitación de todo un proceso que nos conduce a tener un producto o servicio comercializable que antes no existía.

Visto así, diría que ahora entiendo mejor la utilización hasta la extenuación del término. Si lo unimos al sintagma “propuesta de valor”, ese gran hallazgo semántico de hacendado que sirve de comodín para rellenar cualquier vacío léxico o intelectual, nos queda una bonita representación del mundo del management y del discurso de las políticas públicas. Así, a lomos de la innovación y la propuesta de valor, vamos construyendo esa nueva Arcadia tan anhelada.

Pero, señoras y señores, las cosas me temo que son un poco más complicadas. La simplificación del relato en la que andamos sumergidos en las ferias, eventos y actos del sector, puede acarrear que muy a menudo nos den gato por liebre. Y que luego se nos quede la cara a cuadros cuándo nos preguntamos: ¿habiendo tanta gente innovando, cómo es que seguimos más o menos en el mismo lugar que siempre? Podrían ser cosas de la teoría de la relatividad, pero no, sigamos avanzando y analizando el trasfondo del asunto. 

Si la innovación resulta que consiste en crear algo nuevo que tenga valor comercializable, nos deja ante una paradoja que se convierte en una pérdida sustantiva a poco que uno abra la mente y mire más allá del carril único por el que parece transitar todo lo que hacemos.

Según el diccionario de la Real Academia Española, innovar tiene dos acepciones. La primera nos conduce a lo que hemos afirmado hasta ahora: “Mudar o alterar algo, introduciendo novedades”. La segunda, me ha llamado poderosamente la atención: “Volver algo a su estado anterior”. O sea, que a veces avanzar, progresar y, en definitiva, innovar no es ni más ni menos que volver de vez en cuando a los básicos. A lo de siempre. A lo que creíamos olvidado por atrasado, popular o carente de valor comercializable en el sentido más actual del término.

Cierto es que el diccionario de la RAE ya nos advierte que esta acepción está en desuso. Pero igual que ahora la gente quiere regresar de la ciudad al campo, o descubre la dieta mediterránea, o quiere volver a cultivar un huerto, aunque sea en la azotea que da a un rascacielos en el downtown, parece que las cosas que están en desuso vuelven a cobrar valor, en cuanto alguien se para dos veces a pensar en el fragor de la vida VUCA que llevamos.

A ver si va a ser que, a veces, la innovación no tiene tanto que ver con ponerse a inventar cacharros nuevos a toda velocidad, sin saber siquiera para qué los queremos, ni la actitud innovadora consiste en convertirte en un camaleón social adaptándote diariamente a cada “nueva innovación” que sale en el mercado, y la cosa consiste también en quedarse un poco quieto, en afianzar lo que uno sabe y puede hacer, y en hacer las cosas un poco bien. Es decir, una especie de modelo LEAN pero en modo zen.

Porque convendremos en que esto de estar todo el día sacando cacharrerías e inventando cosas que duran cuarenta ocho y horas, e ir por el mundo deslomado intentando aprender y adaptarte a cada ideación que se le ha ocurrido al nuevo emprendedor de marras, está bastante alejada de lo que debe ser un proceso dotado de inteligencia intrínseca y concebido desde el pensamiento crítico. Puedo entender la obsolescencia programada a ciertos años vista, pero a varias semanas vistas, además de poco eficiente, me parece que es jugar un poco feo con el personal. Para ser innovador lo primero que habría que ser es ser educado.

Ahora que vivimos en el imperio de la automatización, caiga quien caiga, donde lo importante es hacerlo rápido, aunque sea mal, y abducidos por la brillante idea de que es mejor equivocarte todas las veces que sean necesarios, en vez de pensarlo un poco y acertar de vez en cuando, quizá sea el momento de frenar y recapacitar. Tenemos ya algún que otro milenio de reflexiones filosóficas a nuestras espaldas para saber que la ignorancia es mucho más veloz que la inteligencia.

No me extraña que exista una epidemia de salud mental, que a la gente no le dé la vida y que tengamos esa constante sensación de eso que los hipster llaman FOMO (Fear of missing out). Y es que parece como si alguien nos quisiese tener de manera constante subidos en una imparable rueda de hámster. Y así, no se puede.

Ha llegado el momento de innovar mirando también a lo que hemos dejado atrás. Al fin y al cabo, sin ese diálogo permanente con el pasado no se puede avanzar, o, a lo peor, estemos dando pasos hacia el abismo. ¿Innovar, para qué? Esa sería la primera pregunta formularse antes de actuar. Hacer algo que no existe, pero sabiendo de antemano qué es lo que queremos conseguir. No preguntarnos después, ¿y ahora qué hacemos con este bicho que hemos creado?

Así, no sería ridículo escuchar a los nuevos innovadores globales gritar: “Regulen rápido esto de la IA adaptativa, que hemos creado sin saberlo un dóberman incontrolable que nos puede matar a todos”. Innovar creando valor, sí, pero no sólo valor que tenga precio de mercado. ¿Qué ocurre con las necesarias innovaciones sociales, las que no se compran y venden en un mercado? Si sólo somos capaces de crear innovaciones desde el prisma del fetiche de la mercancía, no habrá manera de gestionar lo que acabe ocurriendo.

El tiempo es la variable fundamental en este proceso. Y creo que la utilizamos mal, lo hacemos al revés. Hay quien dice que la regulación va muy lenta y la tecnología avanza rápidamente, y entonces parece que la solución pasa porque se dé prisa la política en regular y que no se pongan palos en la rueda a los que innovan. Y quizá el problema es que la innovación debería guiarse por un paso más sosegado, por la consolidación de lo ya existente, y examinando a priori (no cuando ya está el bicho suelto) por las consideraciones éticas y morales a tomar en cuenta.

León Tolstoi dejó escrito: “Rompí un espejo. Sólo me faltaba ese presagio. Tuve la debilidad de consultar mi futuro a un diccionario; salió: suelas, agua, catarro, tumba”.