Cada vez que la crisis hídrica reaparece en los informativos televisivos de nuestro país, para luego desaparecer, son recurrentes las imágenes de campos de cultivo sedientos, del hormigón de los pantanos desprotegidos y socarrándose al sol. O de fuentes públicas en las que el agua ni siquiera asoma. Y es lógico, porque el abastecimiento de las tierras que nos alimentan y de las ciudades que nos cobijan deben ser la prioridad, el mínimo que debe ser garantizado cuando la naturaleza nos da señales de que la cosa pinta mal, muy mal.

Cuando la emergencia climática llama a nuestras puertas, casi siempre parece obsceno hablar de otros usos del agua que no tengan que ver directamente con la supervivencia humana. En España sucede, por ejemplo, que cuando la sequía golpea fuerte y los embalses amanecen con menos del 10% de su capacidad, las autoridades de las zonas mediterráneas prohíben, directamente, llenar piscinas o regar campos de golf. De la industria, ni hablamos. Y del impacto que la escasez de agua tiene en el desarrollo de la tecnología, todavía menos.

A día de hoy y hasta nuevo aviso, los microchips que alimentan la inteligencia artificial, las telecomunicaciones, los servidores que guardan la cantidad ingente de información que producimos a cada minuto se siguen construyendo sobre obleas o finísimas láminas semiconductoras de silicio. Afortunadamente (y esto es clave) el silicio es el segundo elemento más abundante de la corteza terrestre, solo después del oxígeno. Pero, por desgracia, la creación de la delgada lámina exige agua: dulce, ultrapurificada y, sobre todo, en cantidad.

Se trata de una cuestión muy poco conocida. Algo más debatido es el enorme consumo de energía que requieren los centros de datos, factor decisivo y diferencial en la proliferación de megacentros de gestión en España. Y si la energía disponible es renovable, se entiende mejor, por ejemplo, la reciente apuesta de gigantes como Amazon Web Services (AWS) o Microsoft por una región como Aragón, impulsores decisivos para la aceleración de la digitalización de nuestro país y de todo el Sur de Europa.  

Si volvemos a los chips, es evidente que, a diferencia del silicio, el agua dulce es escasa. La crisis hídrica por la que atraviesan cada vez más regiones del planeta, el calentamiento global y la creciente demanda de alimentos son argumentos suficientes para exigir a todas las industrias un papel activo en el cuidado del líquido. Esto incluye, por supuesto, al negocio de los chips y la exigencia de que las empresas fabricantes alcancen un balance de agua neto positivo.

Esto significa resarcir, litro a litro, el impacto de su operación allí donde operen. Porque, a diferencia de lo que pasa con el combate a los gases de efecto invernadero —el ahorro de una tonelada de CO2 en China beneficia también al aire de Europa— sucede que el agua es más bien, en cada caso, un problema diferente y puntual. El agua es mucho más un problema local porque la geografía y los desafíos de cada cuenca hidrográfica son diferentes.

Hace apenas unos años, se necesitaban unos dos litros de agua para crear un litro de agua llamada "ultrapura", vital para que la oblea está limpia de impurezas. Hoy se necesitan aproximadamente 1,1 litros de agua entrante para producir un litro. Cuando se trabaja a NANOescala, en tamaños de 3 nanómetros, un objeto prácticamente invisible para el ojo humano puede ser el equivalente a una enorme roca en mitad de la carretera. En este caso, en  mitad del circuito por el que viaja la información en un material semiconductor.

En la tecnología nanoelectrónica uno de los objetivos fundamentales es empaquetar cada vez enembargo, ello va aumentando el riesgo de que las impurezas reduzcan la tasa de rendimiento y, por lo tanto, la rentabilidad. Para mitigarlo, los chips procesados en salas blancas de alta tecnología se enjuagan individualmente unas cien veces durante su fabricación. Y cada vez se complican más los procesos para producir agua ultrapura que elimine partículas de un tamaño menor a 20 nanómetros. Por no hablar de aquellas menores a 10 nanómetros, cuya sola presencia es motivo para que un microchip acabe desechándose.

Por lo tanto, mejorar la pureza del agua y reducir al mismo tiempo el consumo de agua y energía, el desperdicio de materias primas y el coste es esencial para favorecer la miniaturización continua de los chips y la competitividad de la industria europea. De ahí el éxito de algunas empresas, como la sueca Scarab y su empresa derivada Xzero, dedicadas a esta tarea, a eliminar residuos de fármacos de las aguas residuales o a purificar el condensado de los gases de combustión de las centrales eléctricas.

Con todo, el ahorro, la reutilización y el cuidado del agua son todavía insuficientes en las industrias de fabricación de microchips porque nadie ha sido capaz de recuperar más agua de la que usa. Una simple variable como la evaporación inherente al proceso basta para que la inversión sea siempre superior a lo recuperado. Se estima que la evaporación se lleva hasta el 25% del agua usada en las operaciones de las industrias.

Una solución que ensayan empresas como Intel en sus factorías de México es la "restauración" del agua para su uso en agricultura. Mejores técnicas de riego suponen un mayor ahorro de agua. Y eso es trascendental en partes del mundo, como España, en que el mayor usuario de agua es la industria agrícola. Pero, atención, porque, a día de hoy, en España ninguna empresa industrial está obligada por el gobierno a lograr un balance positivo neto en el uso que hacen del agua. En situación de emergencia climática, hablemos de microchips.