Hace pocas semanas el Observatorio del Emprendimiento de España publicaba su informe GEM 2023-24, una verdadera mina de oro en forma de datos con la mayor y mejor encuesta llevada a cabo en España para tomar el pulso al fenómeno del emprendimiento. El informe hace un exhaustivo análisis en la materia. Hay muchos datos y conclusiones, algunos positivos y otros negativos, pero me he fijado en uno muy concreto: la tasa de actividad emprendedora bruta (TAE) en el país lleva prácticamente estancada desde principios de siglo: en 2005 era del 5,7% y en 2023 apenas ha subido al 6,8%.



¿Por qué en España, a pesar de llevar tantos años impulsando el emprendimiento, gastando dinero público en su promoción y habiendo desarrollado una potente narrativa en materia de emprendimiento, mantiene esas cifras tan bajas de propensión a emprender entre la población adulta? ¿Están mal enfocados los esfuerzos en materia de políticas públicas? ¿O es que el emprendimiento como forma de vida no cuaja en nuestro país?

En el reciente evento del Digital Enterprise Show (DES), celebrado en Málaga, participé, entre otras actividades, en una mesa redonda sobre el Plan España Digital 2025, allí me preguntaba en público una cosa que no casaba muy bien con el optimismo inherente a un evento de este tipo centrado en la sociedad digital: ¿Por qué en una década la economía digital ha pasado de representar apenas un 10% del PIB a contabilizar un 25%, y, sin embargo, en esa misma década la productividad total de los factores de la economía ha caído un 7%?

Bien sé como economista que correlación no implica relación de causalidad, pero aun así ¿no deberían ir ligadas en su evolución ambas variables? ¿No es la digitalización, según todas las narrativas actuales, la palanca clave y fundamental para activar la productividad y la eficiencia económica? ¿O es que estamos digitalizando sin transformar en el fondo los sectores productivos?

España lleva años gastando miles de millones de euros anuales en formación de trabajadores, que se suma al gasto público en educación formal (60.000 millones anuales), y, sin embargo, en 2023 tiene sólo de media un 33% de trabajadores altamente cualificados, frente a un 44% de media en Europa.



Para que sea más evidente lo que nos pasa solo hay que comparar la región española con mejores cifras en esta variable, Madrid, que con un 43% se sitúa en la media comunitaria, con Estocolmo, que alcanza un porcentaje del 73%. ¿Nadie se ha preguntado cómo y en qué estamos gastando esos miles de millones en formación de capital humano? ¿Alguien piensa hacer algo al respecto?

Sirvan estas tres reflexiones, aparentemente inconexas entre sí, pero unidas por hilos argumentativos comunes, para ilustrar uno de los graves problemas que tenemos en nuestro país y sobre el que solemos pasar de puntillas cuando analizamos la innovación, el emprendimiento y la digitalización. Me refiero a la falta de evaluación de los programas y políticas públicas que inciden en esas materias. Seguimos “evaluando” los planes y programas por sus intenciones, no por sus resultados, y, además, con las lentes ideológicas de nuestras afinidades, esto último de forma cada vez más explícita.

A esto se añade que en los foros de debate y en la opinión pública se prefiere centrar la discusión en los elementos cuantitativos: deberíamos invertir más en esto o aquello, gastar más en lo de más allá, bajar los impuestos para estas cosas o generar nuevos programas para impulsar lo que ya está siendo impulsado, pero que no mejora. ¿Qué ocurriría si nos fijásemos más en lo cuantitativo y no tanto en lo cuantitativo? ¿Por qué pedimos siempre gastar más, cuando lo más razonable sería gastar mejor los recursos actuales? ¿Qué tal si evaluamos lo que estamos haciendo?

Claro que si hacemos esto último, lo mismo a algún preboste de la patria le damos un disgusto y le quitamos su juguete. O puede también que algunos planes y programas bien afamados y mejor difundidos por sus defensores propagandísticos muestren todas sus penurias. O, peor aún, cabe incluso la posibilidad de que algunos de ellos muestren a las claras que no sólo no sirven para mejorar esa parcela de la realidad de la que tanto se jactan sus promotores, sino que incluso muestren de forma inequívoca que la están perjudicando.

Hay una máxima que en España no sabemos conjugar muy bien y que dice: “lo que no se evalúa, se devalúa”. Cuenta la leyenda que una vez un gobierno puso en marcha una Agencia Estatal de Evaluación de las Políticas Públicas y la Calidad de los Servicios; su nacimiento provocó estrépito y alborozo entre los gestores públicos y privados, y tal fue su éxito que uno de los primeros programas que evaluó fue el del sistema de becas y ayudas al estudio, sí, ya saben, la única política educativa junto a la legislación de bases que conserva el estado central en este nuestro y descentralizado país.



El informe ponía de relieve la ineficacia, ineficiencia e incapacidad de nuestro modelo de becas para la consecución de sus objetivos últimos: garantizar la equidad en el acceso a la educación y la igualdad de oportunidades. Era tan lúcido y revelador al respecto que el propio gobierno que lo promovió lo guardó en un cajón y tiró la llave por la ventana, asustado ante las posibles consecuencias de abrir en canal el debate sobre esta realidad. Y desde entonces, nadie se ha vuelto a tomar en serio este asunto.

No es de extrañar entonces que asistamos a la competencia entre los escasos recursos públicos dedicados a una materia entre agencias y departamentos ministeriales; al impulso de programas y proyectos que nacen ya cojos cuando no paralíticos, pues están concebidos para esquemas y modus operandi que son completamente inoperantes en la actualidad; y así, un largo etcétera.

La mejor muestra de todo esto es observar la carrera desenfrenada por ejecutar Fondos Next Generation a lo loco, con programas tan irracionales e ineficaces como el kit digital, que algún día ganará el premio mundial al ejemplo de cómo no impulsar la transformación digital de un país a la vez que despilfarra los recursos comunes; a gastos millonarios en lo que ya se denominan sin ambages como Rotondas Digitales; a financiar todo tipo de eventos y encuentros sobre emprendimiento, innovación y digitalización de dudosísima rentabilidad social y económica.

Así, no deberíamos extrañarnos de que en medio del frenesí de gasto y ejecución se acaben colando los sospechosos habituales: gigantes que aprovechan su gran capacidad de mordida (no vayan a pensar mal, me refiero a que con sus grandes bocas a modo de ballenas pueden hacerse de una sola bocanada con toneladas de plancton invisible en forma de cuantiosos fondos públicos); y, por qué no decirlo, proyectos 'truchos' de todo tipo en forma de cátedras, eventos y planes de formación a los que sólo hay que añadir alguna de las palabras de moda de nuestro tiempo (sostenibilidad, digitalización, innovación, emprendimiento) y un sibilino arte con el que traficar con tu influencia, para tener garantizada su financiación pública.

Y no piensen que esto ocurre sólo en el sector público. El privado también peca de semejantes malas praxis. Pero ahí cada uno que haga con su dinero lo que le venga en gana. Aunque, claro, en un país donde desde el mundo de la empresa se critica al sector público por no impulsar adecuadamente la innovación, cuando es precisamente el agujero en la financiación privada del sistema I+D+i el que nos aleja de los mejores estándares internacionales, pues también deberían primero mirar en sus respectivas casas a ver cómo lo están haciendo y en qué se puede mejorar.

Alguien dirá que esta visión es sesgada y pesimista, pues también hay programas y proyectos cabales y bien orientados, y es cierto, lo que ocurre es que en medio del lodazal en el que andamos, y viendo las macrocifras que no mejoran en muchas de las variables claves para el bienestar social (productividad, capacitación real de personas, PIB per cápita, patentes, niveles de pobreza, subempleo, salarios reales, etc.), sorprende que no tengamos la capacidad de separar la paja del trigo, ¿o es que no queremos?

O evaluamos y aprendemos a separar los garbanzos negros (no son mayoría, pero son más numerosos y peligrosos de los que sospechan los biempensantes) de los buenos, o siempre nos saldrán estos guisos de la I+D+i más parecidos a un rancho de campaña que al menú delicatessen al que todos deberíamos aspirar.