La crisis económica española iniciada en 2008, consecuencia en gran medida de la crisis de las hipotecas subprime que sacudió a Estados Unidos en 2007 y desestabilizó los mercados financieros de todo el mundo, tuvo tres grandes manifestaciones: el final de la burbuja inmobiliaria, la crisis bancaria y los subsecuentes rescates, y el aumento del desempleo, especialmente el paro juvenil, que alcanzó su cota más alta en el tercer trimestre de 2012.

Durante el periodo que duró la crisis, el PIB de España cayó desde los 1.632 billones de dólares alcanzados en 2008 hasta los 1.196 billones de 2015. En un contexto de falta de crédito para las familias y para las empresas, el cierre de negocios, los despidos, los desahucios y la destrucción de una clase media pujante, se convirtieron en las nefastas consecuencias que diariamente sacudían el país.



Esta situación límite llevó a una búsqueda frenética de soluciones. En ese contexto, se puso el foco en la innovación y el autoempleo, considerándolo casi como el remedio mágico que podía solventar de golpe dos de los problemas más acuciantes: la destrucción de empresas y la destrucción de puestos de trabajo. De esta manera, los gobiernos, nacional y autonómicos, las universidades, las fundaciones públicas y privadas, todos se sumaron a la tarea de apoyar a los emprendedores y desarrollar ecosistemas que potenciasen y facilitasen la innovación y el emprendimiento.



Sin embargo, esta avalancha de proyectos también trajo consigo un problema: la saturación de oferta. Podría decirse que esos ecosistemas emprendedores adquirieron un carácter selvático, muy lejos de la armonía y el equilibrio propios de los jardines japoneses.

La descoordinación entre instituciones provocó que se superpusieran programas y recursos. Cada entidad tenía su propio enfoque y sus propias estrategias, pero la falta de alineación resultó en gran medida en un despilfarro de recursos, una competencia innecesaria y, en general, una eficacia muy limitada. Incluso, en este escenario de programas a la caza de emprendedores, surgió una nueva especie, lo que podríamos denominar “emprendedores profesionales”: personas que paseaban su idea por todos los programas de emprendimiento, no con la intención de perfeccionar su modelo de negocio y robustecerlo, sino con la única idea de captar las subvenciones, ayudas o premios que conllevaba cada uno de estos programas.



Tampoco el ecosistema tenía incentivos para rechazar o desechar aquellas ideas sin aparente recorrido, puesto que al fin y al cabo permitían mejorar los indicadores, dotar de una apariencia de éxito a los distintos programas que se lanzaban, y justificar así su existencia.

Incluso muchas de aquellas personas desempleadas que realmente pensaban que el autoempleo podía ser la solución a sus problemas y que tenían ideas interesantes, fracasaban al poco tiempo de iniciar su actividad económica porque, tenemos que ser conscientes de ello, el emprendimiento no es una opción válida para todo el mundo. No podemos negar que, aun así, todo el esfuerzo realizado tuvo algunos resultados positivos.



Oímos hablar de algunos casos de éxito empresarial de los que se hicieron eco, quizás por la excepcionalidad de los mismos, los medios y, en general, se percibió una mayor concienciación de la población sobre la importancia de la innovación y, quizás, un mayor espíritu emprendedor entre los jóvenes. Pero, al comparar estos resultados con los recursos dedicados, no parece que fuésemos muy eficientes. Las cifras, no sólo de desempleo, sino de autoempleo o emprendimiento, mostraron la reducida efectividad de las iniciativas.

Hoy, estamos viviendo una nueva revolución tecnológica. El Internet de las Cosas (IoT), la inteligencia artificial (IA) y el big data están transformando la forma en que vivimos y trabajamos. Se habla más que nunca de ello y todos queremos subir al tren de la innovación y posicionar nuestro territorio como líder en estas tecnologías.



Hemos iniciado una carrera de fondo que se corre a velocidad de sprint, donde los actores fundamentales tienen prisa por apuntarse logros alcanzados para sus territorios. Puede ser incluso la gran oportunidad para la España vaciada por las posibilidades de deslocalización que conllevan las nuevas formas de trabajo. Está claro que nuestro futuro económico y como sociedad dependerán de la posición que consigamos alcanzar en el desarrollo de estas nuevas tecnologías, pero debemos reflexionar y aprender de los errores del pasado.

La sobresaturación de iniciativas puede ser un obstáculo. Cada agente del ecosistema quiere lanzar su propio programa de apoyo a la innovación tecnológica, pero si no trabajamos juntos, corremos el riesgo de repetir la historia. La coordinación entre gobiernos, universidades, empresas y demás entidades implicadas en el sistema ciencia-sociedad es esencial. Debemos compartir recursos, alinear estrategias y evitar duplicidades.

No se trata solo de crear más programas, sino de hacerlo de manera inteligente y sostenible, de remar todos en la misma dirección. Si queremos ser referentes en estas tecnologías disruptivas, debemos aprender de la crisis del 2008. Necesitamos una visión compartida y una estrategia coherente. Solo así podremos enfrentar los desafíos de la revolución tecnológica sin caer en los mismos errores del pasado. La colaboración y la coordinación son nuestras mejores armas.

*** Javier González Benito es director general del Parque Científico de la Universidad de Salamanca y vicerrector de economía de la Universidad de Salamanca.