Decía Cicerón que "no saber lo que ha sucedido antes de nosotros es como ser incesantemente niños". Hasta aquí la cita archiconocida y más que manida en muchos discursos y textos como el que nos ocupa en esta ocasión. Porque la realidad es más compleja que una frase breve y contundente: la historia es algo tan relativo como lo pueda ser el futuro.
Es bien conocido por todos que la historia la escriben los ganadores -indistintamente de su pertinencia o respeto a los hechos objetivos- o que la interpretación de lo sucedido cambia y muta constantemente en función del prisma con que cada época tamiza lo sucedido antes de su era. Pero, además, hay que tener en cuenta que los humanos tendemos a analizar nuestro pasado como un camino finalista, que era necesario recorrer hasta llegar al culmen que es el presente en el que vivimos.
Bas van Bavel, investigador de la Universidad de Utrecht, publicaba este verano un paper en el que urgía a adaptar la historia económica a los desafíos contemporáneos. En concreto, el autor pedía abandonar el pensamiento de modernización lineal que considera los desarrollos históricos como un camino progresivo hacia un estado final, normalmente asociado con la situación moderna de Occidente.
En su lugar, prosigue Van Bavel, los historiadores y economistas deberían investigar períodos y contextos heterogéneos a escala global, sin concebirlos como meros antecedentes de lo moderno, sino como fuentes de conocimiento valiosas en sí mismas. Valiosas no sólo por lo que han supuesto en el ámbito económico, sino también por sus profundas interrelaciones con disciplinas como la ecología, la política o la sociología.
En otras palabras: debemos olvidarnos de esa concepción de un progreso lineal y esencialista, que asume que las instituciones modernas, como los mercados y las democracias, representan un destino final inevitable. Ni esos supuestos resultados son exclusivamente modernos ni necesariamente mejores que otros modelos pasados. Y quedarse con esta aproximación limitada nos restará fuerza y capacidad de maniobra para adaptarnos a situaciones adversas o a la hora de formular estrategias y políticas públicas realmente eficaces.
Y yendo a lo que nos ocupa: en última instancia, al entender cómo las sociedades de nuestro pasado enfrentaron crisis, desigualdades y otros problemas estructurales, nosotros podremos ahora entender mejor los problemas modernos derivados de las tecnologías emergentes. En este sentido, los desafíos planteados por la inteligencia artificial, la automatización y el cambio climático pueden beneficiarse de un análisis más amplio que incluya experiencias históricas de adaptación y resiliencia, generando así modelos económicos y sociales que se integren mejor con estas nuevas realidades tecnológicas.
Vaya por delante un ejemplo, y no me acusen (por favor) de comunista: el estudio de sistemas históricos de propiedad colectiva puede inspirar formas de regular los "bienes comunes" digitales, como los datos y la inteligencia artificial, asegurando que su uso esté orientado al beneficio social y no sólo al lucro privado. O, por otro lado, prevenir que la concentración de estas tecnologías en manos de unos pocos actores pueda perpetuar o incluso intensificar las desigualdades, como ocurrió históricamente con la acumulación de tierras o capital en ciertas clases sociales.
La clave está en abrir nuestras mentes, tener una aproximación amplia a la historia que nos permite abordar el presente -y el futuro- con todos los datos, referencias y valores posibles. Sólo así dejaremos de ser incesantemente niños y de tropezar una y mil veces con la misma piedra.