El ser humano como la medida y centro de todas las cosas. Ese es el dogma que defiende el antropocentrismo, indudablemente en vigor en nuestra sociedad moderna. Nosotros, la raza superior, el animal elegido entre todos los animales para tener conciencia y razonamiento; nosotros creamos y destruimos mundos, nosotros cambiamos a nuestro antojo las leyes naturales. Nosotros lo somos todo, y al mismo tiempo no somos nada.

Quizás habría que modificar el planteamiento anterior. No por rozar la depresión más manifiesta, sino porque el antropocentrismo puede que representara a algunas de las generaciones que nos precedieron, pero no a la nuestra. El momento actual se guía, podríamos asegurar, por otra religión bien distinta: el tecnocentrismo. Una variante de la anterior en la que los avances técnicos y tecnológicos son el principio y el fin de todo: es la tecnología la que ha de mover nuestros impulsos, canalizar nuestro conocimiento y guiarnos hacia un futuro mejor.

Y es que, en esta particular entelequia, lo que queda claro y fuera de cualquier duda es que el ser humano busca por encima de todas las cosas un futuro mejor. Cosa bien distinta es qué se entiende por ello y cuáles son las características -tan difusas como líquidas, opuestas y heterogéneas- que lo definen. En cualquier caso, es la ambición humana la que mueve el mundo, la que nos hace creernos mejores a cualquier otra especie y la que ha convertido los avances tecnológicos en el cetro de este siglo.

Semejante discurso puede sonar a estulticia, a la anodina reflexión de alguien que se presta a la senectud (nada más lejos de la realidad) o a una ímproba y veleidosa aventura por desgranar la naturaleza humana en unas sencillas líneas. Ninguna de ellas es mi intención, sino hacer un paralelismo claro entre esta visión del mundo y algunos de los mitos que mejor sientan las bases de nuestra relación actual con la tecnología y las grandes promesas que trae aparejada.

Todos conocemos la historia de Prometeo, uno de los iconos por excelencia de la mitología griega. Cuentan las leyendas que Prometeo era un titán que, ni corto ni perezoso, les robó el fuego a los dioses para entregárselo a la Humanidad. El fuego, símbolo de la primera gran innovación que nos ha marcado como especie y que cambió para siempre nuestros designios. Los dioses, como poseedores de verdades absolutas imposibles de alcanzar por unos humanos deseos de mayores saberes pero condenados a vivir en la oscuridad.

Hoy conocemos a fondo el fuego, cómo provocarlo, controlarlo y aprovecharlo en nuestro beneficio. Es un instrumento al servicio, como todo lo demás, del ser humano. Pero no nos hemos conformado con ello: como sociedad, la búsqueda de nuevos fuegos (esto es, de más avances técnicos) es imparable. Lo vimos en la pandemia con el desarrollo en tiempo récord de las vacunas basadas en ARNm; lo hemos visto con la carrera espacial y lo estamos viviendo en primera fila con el despertar de la inteligencia artificial. 

La IA, desde que su capa generativa se volviera vox populi en 2022, es el vivo reflejo de la historia de Prometeo. Un fuego antaño reservado a unos pocos sabios (los ingenieros y desarrolladores especializados) que de pronto revoluciona el mundo de arriba a abajo, de izquierda a derecha, a todos y cada uno de los individuos que lo conforman. Y que, al igual que le sucedió a Prometeo, no se queda en un mero acto de rebeldía, sino que su hazaña provoca castigos y pesares por doquier. En este caso, todos los desafíos relacionados con la ética, la desinformación o la privacidad en la arena de la inteligencia artificial.

Hilamos ahí con otro mito igualmente necesario: Ícaro. En lugar de escapar con su padre del laberinto del Minotauro, el joven Ícaro decidió volar con sus alas de cera lo más cerca posible del Sol. El calor derritió sus endebles alas e Ícaro cae al mar. Un ejemplo paradigmático de lo que popularmente se conoce como "quien mucho abarca, poco aprieta".

En la arena de la tecnología también ha habido muchos proyectos que intentaron volar demasiado alto y se quemaron. Las criptomonedas son un ejemplo viviente de ello, aunque sus alas parecen regenerarse de cuando en cuando al calor de la especulación financiera y la cultura juvenil de los 'criptobros'. El metaverso, que antaño provocaba grandes debates sobre la inmediatez de una revolución superior a la del fuego en nuestras vidas, hoy ha quedado guardado en el baúl de los recuerdos. Y quién sabe si no nos pasará lo mismo con algunas de las armas que hoy blande Prometeo y que pueden derretirse en las manos de un inconsciente Ícaro.

Y es que, después de esta hierática exposición de ideas, hemos de concluir que los disruptores e innovadores debemos decidir si queremos ser Prometeo, arriesgándonos por el bien común, o Ícaro, dejando que nuestra ambición desmedida nos lleve a la caída. Si estamos dispuestos a aceptar los castigos y condenas, pero al mismo tiempo con el sentido común necesario para no quemarnos. 

Debemos defender con vehemencia que la ética debe ser el centro del progreso tecnológico. Los avances en IA, biotecnología y blockchain no son inherentemente buenos ni malos; son herramientas. Su impacto dependerá de cómo las utilicemos, si caen en manos de Prometeo o de Ícaro. De que ese tecnocentrismo se alinee no sólo con el antropocentrismo absoluto, sino también con valores superiores como la sostenibilidad o los derechos humanos.

Prometeo e Ícaro no son figuras opuestas: son las dos caras de la misma moneda, la ambición humana. En cada avance tecnológico, en cada algoritmo o innovación disruptiva, llevamos un poco de ambos. El progreso es inevitable (y, además, es deseable), pero la forma en que lo manejemos determinará si seremos recordados como héroes prometeicos que iluminaron el camino para las generaciones futuras, o como Ícaros que, cegados por el brillo de nuestra propia creación, nos precipitamos hacia la caída.