¿Qué hace que un país tenga éxito o fracase a lo largo de su historia? Esta quizás sea la pregunta más repetida en las facultades de Economía de todo el planeta. También en afanosos debates que, con perentoria urgencia, se plantean en muchas de las naciones con menor nivel de desarrollo. Sin embargo, tratar de ofrecer una respuesta contundente a esa cuestión puede ser un disparato, traducido en una plétora de recetas manidas y desvencijadas teorías que atesoran más excepciones que casos que sigan la norma.
Y es que reducir a una sencilla fórmula el ingente número de factores que pueden llegar a afectar al rendimiento de una economía a lo largo del tiempo es imposible. Muchos de esos factores son directamente desconocidos, otros únicamente funcionan en interrelaciones geopolíticas y sociales muy determinadas. Y, en otras situaciones, el devenir de la historia se ha debido a serendipias o casualidades que son difícilmente replicables.
En cualquier caso, esto no va de tratar de responder a la mayor. ¡Pardiez! Soy osado, pero no tanto como para caer en esa de ofrecer algún legajo con apariencia docta, pero que provoquen el más grande oprobio a mi rol como analista. Para eso ya están los afamados profesores de universidad y de los cientos de MBA en el mercado, del cual (dicho sea de paso) aprendí entre poco y nada.
Mi intención es emprender una digresión desde esta cuestión a uno de los elementos que todos asumimos como claramente ligados al éxito innovador de un país: el talento.
Esta semana debatía en una cita navideña del sector sobre este asunto. Y recordaba el efectista ejemplo de cómo se repartía la renta en 1900 respecto a la densidad de ingenieros en los distintos lugares del globo. No es algo que me surgiera al azar, sino que responde a una investigación (tan ilustrativa como manida) de Maloney y Valencia, publicada en 2022 en el Journal of European Economic Association.
El hito argumental con el que ganar el debate es el que sigue: al inicio del pasado siglo, Argentina, Chile o Uruguay tenían un PIB per cápita muy parecido; que a su vez era claramente superior al de España o Portugal... y sorprendentemente parecido al de Suecia, Dinamarca o Canadá. Cien años más tarde, el resultado es bien conocido: estas tres naciones son referentes mundiales del desarrollo económico y social, frente a la difícil situación que llevan atravesando décadas nuestros hermanos latinoamericanos.
Los investigadores trazaron entonces un paralelismo claro: en ese mismo año, todavía con una economía dominada por la agricultura en la mayor parte del mundo, había países con una tasa extraordinariamente alta de ingenieros por el resto de la población. Una dispersión que no albergaba (aparentemente) mucha lógica a tenor del modelo productivo del momento, pero que -causal o casualmente- después coincidiría con el nivel de desarrollo en los años venideros.
Así, los países nórdicos, Estados Unidos (en especial, el norte del país) y Canadá eran los que más ingenieros tenían proporcionalmente.... y fueron quienes mantuvieron y ampliaron su diferencia de ingresos frente a sus antaño igualados rivales que, por el contrario, no contaban con esa masa crítica de ingenieros.
Los ingenieros como sinónimo y emblema del desarrollismo, de la innovación y del progreso. Hoy en día, podemos ponerle el apellido que prefiramos a esta profesión. Pero lo que carece de cualquier duda es que el talento ha sido, es y será el gran diferencial para que un país prospere o fracasa en la economía global. O eso es lo que diría si creyera (como ya he descartado) en recetas mágicas y sencillas para explicar este fenómeno...