La película El club de los poetas muertos (1989, Peter Weir) esconde un sinfín de momentos memorables, hasta el punto de convertirse -primero- en una película de culto y -después- en todo un fenómeno de masas hasta volverse manida y de recurso fácil. Lejos de mi intención, hay una frase de la cinta que siempre me llamó la atención y que, hoy más que nunca, goza de especial pertinencia: "Uno lee poesía porque es miembro de la raza humana, y la raza humana está llena de pasión".
Con la irrupción en escena de la -esta sí, manida- inteligencia artificial generativa, las barreras entre lo humano y lo tecnológico se difuminan hasta extremos insospechados. Cada vez resulta más complejo diferenciar lo creado por un ser de carne y hueso y lo que genera un modelo de lenguaje largo (LLM); lo que surge del pensamiento natural y lo que es fruto de una simple elección algorítmica en base a criterios de probabilidad. En otras palabras: es extraordinariamente difícil distinguir nuestra genialidad de la estupidez artificial que nos ha traído consigo ChatGPT.
Volviendo a la película (con una actuación estelar de Robin Williams, dicho sea de paso), cabría hacerse dos preguntas evidentes. La primera, si leer poesía es una capacidad exclusivamente humana. Y la respuesta, en este caso, es igual de sencilla y clara: no. Los actuales LLM se han entrenado, de hecho, sobre un sinfín de obras creativas, tanto de prosa como de poesía, de todos los autores imaginables y de todas las épocas. Su capacidad lectora supera, en la práctica, la de toda la Humanidad en su conjunto.
Nos queda pues esperanza en la segunda y obligada pregunta: ¿Puede la inteligencia artificial crear poesía? Cualquiera que haya jugado con ChatGPT, Gemini, LlaMa o Claude habrá comprobado que puede efectivamente pedir un poema (o una canción, un trabalenguas o un cuento) a estos sistemas y recibir un texto a cambio que cumpla con los parámetros estilísticos y normativos correspondientes a su género. Empero, su calidad nos resulta más que cuestionable.
De hecho, en el periodismo estamos viendo cada vez más textos escritos por inteligencia artificial generativa. Y entre compañeros ya es habitual comentar las palabras, expresiones o estructuras que nos hacen sospechar de que un artículo, un reportaje o (incluso) una tribuna de opinión están escritos con la inestimable ayuda de la IA.
Sin embargo, no debe resultar tan sencillo de diferenciar en el ámbito de la poesía. Y es que, quizás el arte contemporáneo se ha vuelto tan volátil, etéreo y con una valoración tan sujeta a la subjetividad del observador que cuando una IA (estúpida artificial, recordemos) propone volver a contenidos estructurados, repetitivos pero dentro de unos cánones conocidos, tendamos a darles la mayor de las bendiciones.
No estoy diciendo que la inteligencia artificial escriba mejores poemas que un ser humano, sino que muchos poetas contemporáneos han complicado sus obras hasta tal punto de volverlas incoherentes y alejadas del público al que supuestamente van dirigidas. Y si algo es la IA es sencilla, práctica y pragmática. Así lo corrobora una reciente investigación publicada en Nature, que ha detectado cómo los lectores de poesía no expertos (el gran público) tendían a juzgar los poemas escritos por IA como de origen humano mucho más incluso que los escritos a mano por un poeta de carne y hueso.
Así que, volviendo a la pregunta que planteaba anteriormente, parece que la respuesta no es tan sencilla como pudiera parecer a primera vista. Quizás Marcel Duchamp y sus colegas dadaístas tenían razón al hacernos cuestionar no la autoría humana del arte, sino la propia naturaleza y definición del arte en esta época en que las normas que lo regían han desaparecido. Si esas reglas sobre el contenido final ya se han difuminado, ¿quién ha dicho que no pueda hacerlo su propia gestación?