En el año 2010, en plena crisis financiera derivada de las hipotecas subprime, un referente de la industria tecnológica abrió un debate que marcó el rumbo de la estrategia industrial estadounidense: How America can create Jobs. En su mensaje —un claro alegato contra la pérdida de capacidades productivas—, Andy Grove, por aquel entonces CEO de Intel, señalaba la necesidad de una progresiva reindustrialización del país en el ámbito tecnológico para generar puestos de trabajo de alto valor añadido, fomentar la innovación y fortalecer la influencia global.
La posición de Grove, que defendía la importancia de la fabricación tecnológica, incluyendo la de chips de vanguardia en territorio nacional, fue un punto de inflexión en un cambio que se viene produciendo desde entonces. El liderazgo global no podía sostenerse si el talento y la I+D no se traducían en cadenas de valor internas y en una industria de semiconductores sólida.
Hoy, Europa se encuentra en una situación que guarda ciertas similitudes, aunque en un contexto marcadamente distinto, igual de crítico. La inestabilidad internacional y la basculación hacia nuevos ejes de poder exigen una profunda revisión de las estrategias económicas y tecnológicas, imprescindibles para el desarrollo y el crecimiento.
La guerra en Ucrania, a las puertas de la propia UE, ha alterado significativamente la situación geopolítica; la tensión en Oriente Próximo amenaza con una escalada global; la vuelta a la Casa Blanca de la administración Trump, probablemente con una agenda más proteccionista que durante su primer mandato, puede alterar las relaciones comerciales entre Europa y América; y un punto crítico es el compromiso de destinar al menos un 2% del PIB a la OTAN por parte de todos los países miembros en un entorno cada vez más polarizado, lo que implica dotarse de capacidades tecnológicas duales, algo especialmente relevante y crítico en el sector de los semiconductores.
Europa cuenta con grandes referentes en segmentos específicos de la industria de semiconductores —ASML es claramente el mayor exponente—, pero hay otras empresas importantes en el sector como Infineon, NXP o STMicroelectronics, integradas de forma significativa en la cadena de valor de los microchips. En Europa también hay tradición académica, un mercado interno fuerte y un gran talento.
Sin embargo, una gran parte del desarrollo y la producción —especialmente las de última tecnología— se han ido desplazando progresivamente hacia Asia y Norteamérica. Esto no solo supone una desventaja comercial, sino que también representa un problema de autonomía, en el que cualquier crisis internacional como las actuales puede provocar un gran impacto en las economías de la UE, en la seguridad y, a la larga, en su capacidad para tomar sus propias decisiones y líneas de acción.
Invertir en semiconductores no es solo cosa de ingenieros y laboratorios; es una cuestión de soberanía. Sin tecnologías de semiconductores propias, Europa perderá poco a poco su influencia y su papel de actor global. No podremos aspirar a desplegar sistemas ciberdefensivos robustos ni armamento de última generación, si el componente central depende de tecnología externa. Tampoco podremos avanzar con solidez hacia una transición energética completa ni digitalizar la economía con garantías.
Se han lanzado iniciativas como el EU Chips Act, pero no servirán de nada si no se acompañan de un profundo cambio de mentalidad en las administraciones. Reducir trámites, allanar el terreno para las inversiones, fomentar la cooperación público-privada, incentivar una I+D orientada a producto e innovación a través de startups, desarrollar el tejido industrial con una especial relevancia de las pymes, y retener a los profesionales más cualificados, fomentando el retorno de las universidades europeas a la élite mundial; son pasos ineludibles para un cambio de mentalidad. Sabemos que es un esfuerzo colosal, claro, pero es posible e imprescindible.
Estados Unidos comprendió, después de décadas de externalizar la producción principalmente a Asia, la necesidad de recuperar parte de su capacidad industrial para asegurar su soberanía. Asia construyó su hegemonía en el sector a través de una inversión masiva, políticas claras, rapidez decisoria y una sólida conexión con universidades, encajado todo en una visión a largo plazo.
Y lo han hecho magníficamente; ellos nos están enseñando el camino. Porque la realidad es que, sin nuestra propia tecnología de semiconductores, Europa no podrá ser un actor de primera línea en la política internacional, y lo que es aún más preocupante, no podrá tener autonomía sobre aspectos clave. Esto, como hemos visto en crisis como la del COVID-19, se ha convertido en una necesidad elemental.
La necesidad de chips no dejará de crecer. La inteligencia artificial, el internet de las cosas, las energías renovables, las comunicaciones 5G y 6G, o la computación cuántica van a multiplicar la demanda de semiconductores cada vez más avanzados y eficientes, cada vez más críticos en sectores estratégicos, especialmente en defensa y seguridad.
La última oportunidad de no perder el ritmo mundial en tecnología de semiconductores está enfrente. Europa tiene un mercado capaz de absorber buena parte de sus propias tecnologías y producción de semiconductores. Es crítico reducir la normativa y burocracia que atasca proyectos, invertir con más agilidad, incentivar nuevas ideas y crear las condiciones para que la inversión, no solo pública, renazca en el mercado de semiconductores.
No se trata de entrar en un conflicto global o una competencia comercial, porque además no es posible desde un punto de vista social. Se trata de negociar como iguales, desde la fortaleza de la propia autonomía: con una industria sólida, la UE puede tener voz propia, firmar acuerdos más equilibrados y adaptarse mejor a las futuras crisis que llegarán. Significa asumir, sin ambages, que la tecnología del silicio es uno de los recursos estratégicos clave en la actualidad y que lo seguirá siendo durante décadas.
Y volviendo a la cuestión burocrática, no es un tema secundario. Proyectos paralizados, licitaciones interminables o normativas dispares entre Estados miembros hacen perder un tiempo valioso y, sobre todo, competitividad. La industria de semiconductores —especialmente los SoC (System-On-Chip) de altas prestaciones— avanza a gran velocidad, evolucionando constantemente: lo que hoy es vanguardia, mañana está obsoleto.
Si no reaccionamos con la misma rapidez, perderemos el último tren hacia nuestra propia soberanía del silicio. Esto, obviamente, no implica abandonar nuestros estándares éticos, laborales o medioambientales. Al contrario, Europa puede aportar más valor integrando sus propios principios en la cadena productiva, dotando de un sello de calidad como el de otras de nuestras industrias, que el mundo valora como sinónimo de calidad, robustez y alta ingeniería.
La gran lección de la historia es que no siempre hay segundas oportunidades. La salida de la crisis financiera global y las turbulencias actuales deberían servir de aviso. O Europa se pone las pilas —nunca mejor dicho— y construye un ecosistema semiconductor que aguante las embestidas internacionales, o seguirá en manos de otros.
Esta vez no se trata únicamente de prestigio o de balanzas comerciales. Se trata de soberanía, de tener la capacidad de afrontar lo que venga sin depender excesivamente del exterior, de mantener un lugar propio en un mundo donde la clave es quién diseña, fabrica y distribuye la tecnología.
Recuperar la esencia del mensaje de Grove para el contexto europeo es entender que, sin cadenas de valor internas, no hay autonomía estratégica posible. La consolidación de un tejido productivo potente, la formación de talento y la capacidad de innovar sin lastres deben ser pilares centrales. El tiempo corre. Si la Unión Europea actúa con determinación, podrá situarse entre los líderes del silicio. No hacerlo implicaría aceptar, de antemano, un papel secundario y depender del vaivén de crisis externas. Ante una realidad cambiante, quien esté preparado marcará el rumbo, y quien no, seguirá a la deriva.
***Miguel Martín es Chief Technology Officer en Clue Technologies.