La ansiedad, la incertidumbre y un renovado espíritu de combate van asomando por la comunidad científica conforme se acerca el 20 de enero, el día en que oficialmente arrancará la legislatura Trump 2.0.

La preocupación es evidente. Los editoriales de las principales revistas científicas ya cuentan que existen investigadores preparándose para perder sus empleos, o que están descargando copias privadas de correos electrónicos y datos relacionados con el trabajo, algunos de los cuales se volvieron inaccesibles sin previo aviso durante la primera administración de Trump.

Si Trump cumple sus promesas para su segundo mandato como presidente de Estados Unidos, en cuestión de horas introducirá cambios radicales en la política climática, como la más que probable retirada del acuerdo climático de París de 2015, derogar las normas a las empresas sobre contaminación del aire y abrir terrenos públicos para la explotación de combustibles fósiles.

¿Por qué es probable que lo haga? Porque ya lo hizo una vez. Durante su primer mandato, de 2017 a 2021, Trump, por ejemplo, nombró a funcionarios que restringieron los debates sobre la ciencia climática en las agencias federales y trataron de cambiar el consenso científico de que las actividades humanas están calentando el planeta.

Aunque todavía no está claro lo que podrá lograr durante su segundo mandato, Trump ha contratado a muchas personas alineadas con un plan de políticas conservador llamado "Proyecto 2025", un documento liderado por la Fundación Heritage, un grupo de expertos que históricamente ha moldeado el personal y las políticas de los presidentes republicanos desde Ronald Reagan.

Esas 900 páginas son una guía muy detallada de algunas de las reformas más radicales que se le proponen al Trump 2.0. Por ejemplo, criminalizar la pornografía, desmantelar los departamentos públicos de Comercio y de Educación, rechazar el aborto como parte de la atención médica o destruir las llamadas "protecciones climáticas", una decisión que incluiría poner fin al liderazgo estadounidense en los esfuerzos globales.

Ese documento incluye también la "recomendación”"de desmantelar la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica de Estados Unidos (NOAA), que proporciona pronósticos meteorológicos y monitoreo climático crucial, y recortar el poder regulatorio de la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos (EPA).

La amenaza directa de Trump ha promovido un renovado activismo y ciertas actitudes de protección frente a la "opresión". Pero también otro movimiento curioso de grupos que tratan de fortalecer sus vínculos comunitarios para proteger a los científicos vulnerables. Se están volviendo más abiertos, más colaborativos, más solidarios y más comunicativos.

Hace unas semanas, la revista Nature publicó un editorial en el que animaba a la ciencia y a los científicos a protegerse de los ataques políticos que buscan socavar la verdad para obtener beneficios políticos. Desde el Nanoclub de Levi hemos denunciado esta práctica como la principal causa de la pérdida de confianza en la ciencia.

Frente a estos ataques abiertos, la ciencia necesita encontrar mejores formas de protegerse. No se puede hacer únicamente contraatacando a través de las redes sociales o con actos individuales de protesta, abandonando Twitter (ahora el ‘X’ de Elon Musk).

Aunque este intercambio de golpes da cierto sentido de unidad entre a los científicos, no parece la mejor manera de persuadir al público ante ataques infundados. Al final, miles de personas se negaron a recibir la vacuna contra la COVID-19 y esto fue una señala del fracaso que puede atribuirse en parte a la naturaleza de las redes sociales.

Los algoritmos de las redes sociales evolucionan para crear división y muchos de los "pseudoinformativos" que pululan prosperan gracias al conflicto. Estas plataformas no son propicias para generar confianza, por muy ingeniosa o apasionada que sea la retórica.

Es evidente que la ciencia, como otros ámbitos, se vuelve vulnerable a la desconfianza y, por lo tanto, susceptible a ataques cínicos. Sobre todo cuando se producen malas prácticas en la investigación y las universidades tardan (muchísimo, por no decir una eternidad) en corregir los hechos que se atribuyen a sus propios investigadores. A menudo, incluso, los acaban protegiendo.

Y sucede también (se debe admitir y no tratar de tapar) que investigadores principales, los que dirigen determinados grupos, acaban culpando a sus estudiantes y posdoctorados de los problemas que ellos mismos deberían haber intentado evitar.

Con este tipo de actitudes, se crea la percepción de que a los investigadores principales les importa más proteger su reputación que servir al interés público, cuando lo relevante es que el público acabe confiando en los científicos con una mayor apertura y un menor sesgo de sus opiniones políticas.

Pero las instituciones (principalmente las universidades) y muchos investigadores principales responden a determinadas dudas sobre sus investigaciones cerrando filas y escondiéndose detrás de excusas que podrían protegerles de su propia responsabilidad. Y cuando gobiernos como el de Trump orientan de nuevo sus cañones hacia la ciencia, más les valdría a los científicos tomar nota. Llega el Trump 2.0.