Durante décadas, las autodenominadas voces autorizadas del sector innovador han venido criticando que a los científicos se les midiera casi en exclusiva por el número de publicaciones realizadas, minusvalorando otros parámetros que -a su juicio- constataban mejor el rendimiento innovador, como las patentes. Patentes a bulto, patentes como sinónimo de cerrar el ciclo de la I+D+I, patentes como atérida quimera en un indolente empecinamiento en valorar la cantidad por encima de la calidad.
¡Patentes por doquier! ¡Vivan las patentes!
Vaya por delante la complejidad de establecer objetivos y medidas sobre criterios cualitativos sobre los cuantitativos. Para un gestor de fondos públicos, juzgar sobre una base numérica es representación de justicia, hacerlo sobre un criterio casi personal es lo más cercano a la prevaricación que existe. Para los medios que cubrimos estos asuntos, es más fácil hablar de datos que jugársela a valorar la pertinencia o no de una idea. Y es que saber si un investigador patenta más que su colega es realmente sencillo; determinar cuál de las dos patentes goza de un mayor valor es bastante más difícil
No sería,de hecho, la primera vez que una patente sin pena ni gloria acaba siendo la base de una industria multimillonaria. En 1989, unos investigadores del CSIC (Javier Borderías Juárez y Margarita Tejada Yabar) cogieron pescados de descarte y patentaron su "procedimiento de fabricación de un producto análogo a la angula y producto así obtenido". Desde que la compañía Angulas Aguinaga pusiera las primeras gulas del norte a la venta en 1991, ésta ha sido una de las patentes españolas más rentables de todos los tiempos.
En cualquier caso, creo que la reducción al absurdo que he empleado al comienzo de este análisis es lo suficientemente cristalina como para darnos cuenta de que este tipo de aproximaciones, basadas sólo en la cantidad, son ridículas, innecesarias y carentes de valor. El prestigio que se asigna a aquellos que patentan mucho debería ser parejo al de aquellos que publican muchos papers: existen muchas formas de engordar los números, de sumar y sumar registros sin que ninguno de ellos tenga el más mínimo impacto.
El caso real del Estados Unidos de finales de los 90 es la mejor prueba de esta premisa. Durante esa década, aumentó un 64% el número de patentes registradas, pero la creatividad de las mismas cayó un 27% y el crecimiento de la productividad hizo lo propio un 30%. En otras palabras: a pesar de batir récord de patentes, la innovación no derribó ninguna barrera inusitada, no fue disruptiva, sino evolutiva.
Estas cifras, analizadas en un paper de Aakash Kalyani, del Banco de la Reserva Federal, apuntan a la caída del crecimiento demográfico como causa última del descenso en cuanto a patentes creativas y el aumento de las derivadas. Los investigadores más noveles, asegura el autor, tienden a registrar ideas más rompedoras, mientras que los inventores veteranos optan por presentar más patentes derivadas. O lo que es lo mismo: imitaciones endógenas de tecnologías, como reza el estudio.
España ocupa tradicionalmente puestos al final del 'top 10' en términos de solicitudes de patentes entre los países europeos. Pero lo más importante es que la contribución de las industrias intensivas en patentes es considerablemente menor que en todos nuestros vecinos, en torno al 8% del empleo y el 11,5% del PIB (EUIPO EPO 2022).
La labor en este campo de la secretaria general Teresa Riesgo, el actual secretario de Estado Juan Cruz Cigudosa y la ministra Diana Morant ha sido encomiable. La propia Morant se emocionaba al hablar, en la entrevista que mantuvimos en 2022, sobre romper con la tiranía del paper y promocionar las patentes en nuestro país gracias a la nueva Ley de Ciencia y las políticas de transferencia de conocimiento impulsadas por su gabinete. Misión noble y necesaria, pero sin olvidarnos de que aumentar la calidad puede llevarnos a cambiar una historia de terror innovador por otra...