Entre la década de los 70 y los 90, Estados Unidos lideró un proyecto secreto llamado 'Stargate'. Extravagante sería decir poco: sus servicios secretos querían utilizar a mentalistas y otros individuos con supuestas habilidades psíquicas como un arma contra los soviéticos.
La supuesta ciencia detrás de este proyecto se basaba en la "visión remota", la capacidad que algunos de estos mentalistas defendían tener y que les permitía percibir información de objetivos a distancia sin usar los sentidos tradicionales. Su máximo exponente fue el polémico Uri Geller, cuyo gran logro público fue doblar una cuchara con la mente en la televisión norteamericana.
Sus impulsores consiguieron convencer a la CIA y las grandes élites militares estadounidenses de la pertinencia de sus dones milagrosos. Aunque, cuenta la leyenda, que Geller intentó probar sus capacidades paranormales ante el físico Richard Feynman. Obviamente fue un fracaso. Y, finalmente, el proyecto fue abandonado y considerado como una de las mayores extravagancias surgidas al calor de la guerra fría.
Por eso resulta paradójico que Donald Trump haya rescatado 'Stargate' para nombrar a su primera y gran propuesta como presidente en su retorno al Despacho Oval: hasta 500.000 millones de dólares de inversión en centros de datos que entrenen y ejecuten modelos de inteligencia artificial en Estados Unidos para 2029. Respaldado por los capos de OpenAI, Oracle, SoftBank, quizás tenemos ya la instantánea que retrate el segundo mandato de Trump.
El miedo a los avances chinos en IA o la ambición desmedida por alcanzar la inteligencia artificial general cuanto antes son los dos motivos esgrimidos para esta ambiciosa iniciativa. Y bien ciertos son, aunque las implicaciones van mucho más allá: la coalición de Trump con las élites tecnológicas es más que notoria. Y su apoyo a proyectos de semejante calado alimenta el 'hype' que ya existe en torno a la IA. Y puede ser el catalizador para un ingente desarrollo de esta industria en Estados Unidos, y muchas otras auxiliares, como lo fue en su momento la carrera espacial.
Ahora bien, hagamos la lectura en clave europea. EEUU pasa de regulaciones, estrategias, organismos y documentos: lo apuesta todo a una colaboración público-privada al más alto nivel. Mientras, a este lado del Atlántico, la estrategia europea de IA cuenta con 20.000 millones de euros de dotación, repartida en un sinfín de instrumentos, burocracias y agencias. Hemos aprobado la primera ley de IA del mundo, que pone puertas al campo a una tecnología de difícil predicción. Y carecemos de cualquier competidor de cierta entereza con el que poder hacer una alianza como la que Trump ha sellado con Altman y Ellison.
En otras palabras: frente a la ambición estadounidense encontramos la pereza europea. El 'informe Draghi' ya nos alertó el pasado año de que Europa se está quedando atrás en la revolución tecnológica y que debíamos dar un cambio de timón claro a la estrategia que estamos siguiendo para tener una posición dominante en la era de la inteligencia artificial. Pero parece que, más allá del ruido inicial, a nadie le ha importado lo más mínimo ese análisis.
La intervención de Pedro Sánchez en el Foro de Davos que se está celebrando esta semana es el vivo reflejo de esta aproximación errónea, falta de espíritu y de fuerza. Nuestro presidente se dedicó a criticar a las élites tecnologicas y a proponer más restricciones en la era digital (algunas de ellos contrarias directamente a la DSA que la propia UE ha aprobado). No es que no tenga razón en parte de su discurso alrededor de los abusos y la desinformación en las redes sociales, pero ha obviado por entero la parte en la que España o Europa busca tener campeones digitales.
La foto que me queda grabada en la mente es la que sigue: Donald Trump acompañado de las grandes élites tecnológicas anunciando su particular 'proyecto Manhattan'. Pedro Sánchez erigiéndose como el líder del neoludismo, enfrentándose de frente a quienes están liderando la revolución de la IA, sin propuestas alternativas más allá de regular y seguir regulando. No es difícil adivinar cuál puede ser la apuesta ganadora: sólo hay que revisar la historia reciente para constatar que el bando del progreso siempre triunfa ante las posturas más reticentes.