Les invito nuevamente a hacer un viaje al pasado. Imaginen, por un momento, que estamos en los años setenta. Estados Unidos, inmerso de lleno en la Guerra Fría, se encuentra con que el bloque soviético compite de tú a tú con ellos en la arena tecnológica. Incluso, en algunos terrenos como el energético o el aeroespacial, les llevaba ventaja. La respuesta de EEUU fue contundente: había que invertir en innovación como si les fuera la vida en ello. Porque, en realidad, les iba.

Las puntas de lanza de esta apuesta fueron el sector aeroespacial y el de defensa. El 25 de mayo de 1961, el entonces presidente John F. Kennedy ya había anunciado ante el Congreso su compromiso de "llevar a un hombre a la Luna y traerlo sano y salvo a la Tierra antes de que termine la década". La materialización de esa loca propuesta no tardaría en llegar: desde 1970 hasta el 2000, esta industria se convirtió en una fábrica de conocimiento financiada por el gobierno.

No fue casualidad. No fue un accidente. Fue una política de Estado. Un compromiso deliberado con la I+D+I. Cada dólar invertido por el gobierno en investigación se transformaba en 5 centavos más de inversión privada en el mismo año. En los 90, esa relación creció a 11 centavos. Un efecto multiplicador que España, Europa y la mayoría de los países que no entienden la innovación como una misión de país todavía no han asimilado.

Así lo demuestra un estudio reciente de la London School of Economics, liderado por Jiani Zhang, que nos ofrece una radiografía precisa de cómo se articuló ese músculo innovador. Analizando 13 empresas del sector aeroespacial y de defensa en EE.UU., la investigación demuestra cómo los contratos gubernamentales fueron el motor del crecimiento en I+D+I. Pero no solo eso. También muestra que la financiación interna es el oxígeno de la innovación: las empresas que tenían más liquidez invertían más en innovación; las que estaban ahogadas en pagos de intereses, menos.

Aquí es donde el estudio nos da una bofetada de realidad. Porque mientras EEUU jugaba a la liga de la innovación con chequera abierta, en España todavía discutimos si invertir en este campo es gasto o inversión. Nos volvemos locos anunciando préstamos y ayudas condicionadas a un retorno de la subvención en lugar de apostar decididamente por estas lides.

Empero, mientras Boeing y Lockheed recibían contratos millonarios para desarrollar tecnologías de vanguardia en los años 70 (que después terminaron impactando industrias como la aviación comercial), nosotros seguimos hoy dependiendo de fondos europeos para no quedarnos atrás. Y cuando llegan, si es que llegan, se diluyen en un sinfín de burocracia sin parangón.

Hay un enfoque claramente distinto, una diferencia de pensamiento que afecta a la mayor: la innovación no es un favor del mercado, es una apuesta de país. No se deja al azar, ni a la "buena voluntad" de las empresas. Se financia, se impulsa y se exige. Y los resultados están a la vista, para el que los quiera ver.

En 1970, el gasto privado en I+D en Estados Unidos se situaba en 25.000 millones de dólares (ajustados a inflación de 1982). Para 1987, ya eran más de 40.000 millones. Todo gracias a un ecosistema en el que el sector público jugaba el papel de catalizador y el sector privado, el de ejecutor. Pero había algo más: una visión a largo plazo.

Si España quiere ser algo más que un actor secundario en el mapa geopolítico de la innovación global, tiene que asumir lo que nuestros (todavía) amigos estadounidenses entendieron hace medio siglo: sin una estrategia nacional de I+D+I, sin contratos públicos dirigidos a innovación, sin un compromiso real del Estado con la ciencia y la tecnología, estamos condenados a la irrelevancia.

El estudio de Zhang es una llamada de atención, como lo fue el informe Draghi de hace unos meses. Demuestra con datos lo que algunos llevamos años gritando: invertir en innovación no es una opción, es una necesidad. Una urgencia de país. Y no se trata solo de dinero. Se trata de mentalidad. Se trata de decidir si queremos ser un país que apuesta por la tecnología o uno que se conforma con comprarla hecha.

Estados Unidos lo tuvo claro. Nosotros aún estamos dudando.