Fue el propio Pedro Sánchez el que señaló al final de su larguísimo primer discurso el martes 1 de marzo que ésta sería una investidura fallida. Cuando el socialista se conformó con que “hemos resuelto el bloqueo de la situación política”, demostró que sabía a lo que jugaba. Así que la sesión del miércoles, uno de los plenos más interesantes y dinámicos de la historia parlamentaria reciente, ha sido en rigor una sesión de desinvestidura.
En ella no sólo se le han negado los ropajes de jefe de Gobierno a Sánchez en su primer intento, sino que se desnudaron algunas de las lesiones mal curadas de nuestra historia. Y aunque el debate no se centrara en los asuntos que ocupan más urgentemente a los españoles, fue interesante ver a nuestros representantes hablando de cuestiones íntimas de la nación.
El primero en citar una fisura histórica fue Rajoy cuando dijo que el acuerdo del PSOE y Ciudadanos era como el Pacto de los Toros de Guisando, una referencia que a muchos los pilló desprevenidos. El famoso Pacto es uno de esos hechos de la historia de España donde hay varias verdades. Si hay controversia con hechos tan recientes y públicos como los atentados del 11-M, cómo no va a ocurrir con hechos del pasado, mucho peor documentados.
Esta habilidad para admitir simultáneamente varias verdades la expuso el juez Antonio García Paredes en la sentencia de la sección Octava de la Audiencia Provincial de Madrid que ratificó la "veracidad" de la investigación de El Mundo sobre el 11-M en la que afirmó que “la verdad periodística no tiene por qué coincidir con la verdad judicial (de la misma manera que ésta no coincide a veces con la verdadera realidad de los hechos y no por eso es maliciosamente falsa)”.
En el Pacto de los Toros de Guisando, Enrique IV de Castilla aceptó como princesa de Asturias y heredera a su hermanastra Isabel. Pero hay historiadores que dicen que ese hecho nunca tuvo lugar, ya que no se conservan documentos, y que fue fabricado a posteriori para legitimar a la reina católica.
La segunda fisura histórica fue la de la Guerra Civil de 1936 y el Franquismo, que citó Pablo Iglesias cuando aludió a “los hijos del totalitarismo” y a “los siete ministros de la dictadura” que fundaron el PP. El líder de Podemos, exhibiendo el sectario adanismo del que frecuentemente se le acusa, se acordó de las víctimas de un bando pero no recordó que su abuelo Manuel Iglesias fue condenado a muerte (pena conmutada por el régimen franquista que además le ofreció un empleo en el Ministerio del Trabajo de Girón de Velasco) por participar en sacas, en concreto en la que acabó en el asesinato del Marqués de San Fernando, Joaquín Dorado y Rodríguez de Campomanes y de su cuñado, Pedro Ceballos, el 7 de noviembre de 1936, como ha documentado Hermann Tertsch en su libro Días de Ira (La Esfera de los Libros, 2015).
Y el tercer quiebre también lo evocó Iglesias cuando se refirió al PSOE como partido del “crimen de Estado” y le aconsejó a Sánchez (en dos ocasiones) que desconfiara de aquellos que “tienen su pasado manchado de cal viva”, en referencia a Felipe González y a los GAL. Esta mención desembocó en la réplica en un alboroto fenomenal en el que Iglesias perdió muchos puntos pese a que tenía razón en el fondo, aunque quizá no en la forma.
Lo compleja que es la relación de los españoles con su historia y el equilibrismo entre razón y sentimientos que algunos tienen que hacer frente a ciertos episodios recientes lo confirma el hecho de que Pedro Sánchez sólo dijo claramente que Otegui no era “un preso político” -como había proclamado Iglesias en un tuit el día anterior- a raíz de que tuvo que declarar que "admira" a Felipe González.
La libertad de Otegi es una buena noticia para los demócratas. Nadie debería ir a la cárcel por sus ideas
— Pablo Iglesias (@Pablo_Iglesias_) 1 de marzo de 2016
La respuesta de Sánchez a Iglesias fue deliberadamente pasiva. Quedar como un partido maltratado por Podemos es clave para que el PSOE evite que sus votantes más radicales sigan siendo seducidos por Iglesias. En su estreno, Pablo les brindó un motivo.
En general, el país tiende a analizar los acontecimientos según le va en la feria a cada uno. Este particularismo nos priva de la grandeza necesaria para hacernos cargo de nuestra historia. Al comienzo de la Transición muchos confundieron esa grandeza con el miedo o el oportunismo, pero hoy, con una democracia consolidada, no debería haber motivo para tal enmascaramiento. Por eso, la sesión de desinvestidura, al desnudar algunos de nuestras fracturas más profundos, resultó ayer tan aleccionadora.