El 21 de noviembre de 2016, el mismo día en que Donald Trump anunciaba que nada más asumir el poder en enero próximo pondrá en marcha el proceso para que EEUU abandone el Acuerdo de Asociación Transpacífico (TPP por sus siglas en inglés), el presidente chino Xi Jingpin desembarcaba en Santiago de Chile para suscribir 12 acuerdos y memorandos de entendimiento con el gobierno de Michelle Bachelet, entre ellos uno que afianza su asociación estratégica.
Santiago era la última etapa de un gira de Xi Jingpin que le llevó a Ecuador, Perú y Chile. En Lima, además, asistió a la cumbre del Foro de Cooperación Asia-Pacífico (APEC) donde coincidió con Barack Obama y Vladimir Putin. En todas las ciudades que visitó, el presidente chino firmó acuerdos que le permitieron presentarse como "campeón del comercio mundial".
Beijing está particularmente feliz de las oportunidades que Donald Trump, convertido en "enemigo del libre comercio", les va a brindar en el futuro para poder presentarse como adalides del librecambio.
El asunto no es menor. El primer pronto proteccionista del presidente electo de EEUU le ha venido como anillo al dedo al régimen chino, embarcado en varias operaciones estratégicas encaminadas a situar el poder y la influencia de su país a la altura de su pujanza económica. Una de esas operaciones, por ejemplo, es la transformación del renminbi en moneda mundial de reserva en directa disputa con el dólar. De esa confrontación sólo hay una cosa segura: que la posibilidad de que el euro fuera otra moneda mundial de reserva resultará muy menoscabada.
Pero hay una apuesta de más largo aliento. Uno de los mayores frenos para las aspiraciones de algunos gobernantes chinos es la debilidad de su discurso nacional. Éste es muy poco atractivo en Occidente desde el punto de vista histórico y político.
El relato constitucionalista de EEUU es mucho más atractivo que el de la burocracia comunista china
Mientras EEUU puede sostener un relato de más de 200 años de régimen constitucional, de libertades políticas y económicas, de frenos y contrapesos institucionales, de meritocracia individual (y lo hace hábilmente con la ayuda de Hollywood), China tiene una historia de autoritarismo milenario, de arranques xenófobos y de un mercado que realmente está bajo libertad vigilada. El relato estadounidense, con todos los reparos que le puede imponer la realidad, es muchísimo más atractivo que el de la burocracia comunista china.
Sin embargo, si la presidencia de Trump deriva en un deterioro institucional (EEUU está absolutamente dividido y el voto popular ha favorecido a Clinton por 2,3 millones de sufragios), si esta narrativa constitucionalista y democrática resulta desmentida cotidianamente aunque sólo sea en el terreno simbólico, China puede encontrar la ocasión perfecta para modernizar su imagen nacional y sentar las bases de una nueva hegemonía global.