Tal vez por autodefensa instintiva, o por cualquier otra razón que ahora no me viene, tengo varios amigos que son psiquiatras y/o psicólogos. Algunos de ellos me dicen que es propio de personas normales pelear siempre contra los mismos defectos y que, en sentido contrario, la frecuencia en el cambio de objetivos de mejora personal es la mejor medida del nivel de patología conductual. Si extrapolamos esto –extrapolación que no estoy seguro de que sea del todo pertinente- a la gestión del Ministerio de Fomento, antes Obras Públicas, este Departamento y sus titulares se mueven en la más absoluta normalidad conductual, ya que una parte principal de su tarea consiste en licitar concesiones de autopistas de peaje, o sea, captar inversiones privadas en infraestructuras públicas para, unos años después, quedarse con ellas y con la deuda que se emitió para financiarlas.
Las autopistas de peaje son la continuación histórica de episodios más lejanos en el ámbito ferroviario, que dieron lugar a la creación de Renfe, con la que se materializó el rescate final de las concesiones otorgadas desde la segunda mitad del siglo XIX. Las concesiones de infraestructuras públicas en España son, por tanto, ciclotímicas. Pero, como queda más cercano a mi supuesto ámbito de competencia profesional, pasaré a intentar explicar institucionalmente este fenómeno sorprendente.
¿Quién afronta la pérdida de la parte de vida útil que le quede al activo cuando termine el contrato?
Sin excluir ninguna otra manera de verlo, esto es consecuencia del particular tratamiento que tiene en nuestro país algo que me gusta denominar como riesgo de valor residual. En esencia, es el mismo problema que se presenta en un contrato de leasing o de renting, pero en una cuantía mucho más elevada y con un mayor grado de intensividad en la inversión: ¿quién afronta la pérdida de la parte de vida útil que le quede al activo cuando termine el contrato? Esa terminación puede ser ordinaria, típicamente por vencimiento del plazo, o no, por ejemplo, por insolvencia de quien explotaba el activo financiado.
La ordinaria no plantea dificultades, y el propio contrato se encarga de prever que la amortización técnica y la financiera coincidan en el momento de extinción del plazo de duración del contrato. Las dificultades se presentan en los demás supuestos, y también deberían ser objeto de tratamiento en el contrato. Las opciones de partida para asignar la pérdida del valor residual serían sólo dos: que corresponda a la empresa que explota el activo (accionistas) o a quienes aportaron su financiación (acreedores).
Como es obvio, a los acreedores no les gusta la segunda y, por tanto, no prestan su dinero si la solución que se pretende es ésa. ¿Qué se hace en el caso de las autopistas? Ni para ti ni para mí: para el Estado concedente, que será a quien revierta (cosa curiosa, porque antes no era suya, ¿o sí?) la infraestructura y, con ella, la deuda que quede pendiente de pago. Esta respuesta al riesgo de valor residual puede considerarse como un salto en el vacío –y lo es-, pero su consistencia interna es innegable: quien se queda con el activo, se queda con el pasivo.
Las consecuencias para el déficit y el endeudamiento público serán severas pero, ¿acaso no se financia el Reino de España con tipos negativos? Esto de la deuda pública es otro día de la marmota
De esta manera tan peculiar, el Estado se convierte en un receptor de residuos financieros. El empeño de la más sesuda doctrina jurídico-pública por proclamar la naturaleza de bienes de dominio público de las infraestructuras gestionadas por concesionarios privados ha escondido, en definitiva, un resultado inevitable de asignación de pérdidas a los presupuestos públicos. Inevitable porque traslada contraincentivos a los operadores del sector: ni las constructoras ni los bancos tienen estímulo alguno para que las previsiones de demanda tengan sentido, sean cuidadosas y prudentes, ya que, si se cumplen, ellos percibirán las ganancias y, si no se cumplen, el Estado soportará las pérdidas.
Con nulo sentido de la anticipación, se modificó recientemente la Ley de Contratos del Sector Público, por lo que la reforma surtirá efecto para concesiones futuras y no para las que ahora van a ser rescatadas. Pero en el día de la marmota no hay memoria, cada día supone partir de cero. Se creó la Empresa Nacional de Autopistas para incluir en ella las autopistas quebradas de los 60 y 70 del siglo pasado, y ahora vamos a hacer lo mismo en SEITTSA para las autopistas del tercer milenio. Las consecuencias para el déficit y el endeudamiento público serán severas pero, ¿acaso no se financia el Reino de España con tipos negativos? Esto de la deuda pública es otro día de la marmota.
*** Alberto Ruiz Ojeda es catedrático acr. de Derecho Administrativo y socio de Cremades & Calvo-Sotelo, Abogados