Francisco de Cabarrús fue un destacado empresario y financiero y un sobresaliente tratadista de materias económicas, cuya celebridad se debe sobre todo a sus iniciativas por cuenta de la Monarquía española durante los reinados de Carlos III, de Carlos IV y, en menor medida, de José I Bonaparte, y muy especialmente a la creación en 1780 de los vales reales (títulos de la deuda pública española) y en 1782 del Banco de San Carlos, antecedente del Banco de España.
Nacido en Bayona, hijo de Domingo Cabarrús y de María Ana Lalanne (casados en 1752), en el seno de una familia de comerciantes y marinos originaria de Navarra, cursó estudios en el Colegio de Condom y después entre los oratorianos de Toulouse, antes de que el destino lo vinculase definitivamente a España. Así, en 1771 ya fue enviado por su familia a Valencia para hacer su aprendizaje del mundo mercantil bajo la tutela de Antonio de Galabert, comerciante oriundo de Montpellier. Allí contrajo matrimonio secreto en febrero de 1772 (no sin el escándalo familiar consiguiente) con una hija de su protector, María Antonia Galabert y Casanova, de catorce años, con quien tendría tres hijos, una mujer (Teresa, 1773) y dos varones (Domingo en 1774 y Francisco en 1776).
En 1773 la familia se trasladó a Madrid, donde el abuelo paterno de su esposa, Pierre Galavert, poseía una fábrica de jabón. Desde 1775 mantuvo negocios con la firma Viuda de Lalanne e Hijo (familiares por la rama materna), se dedicó al giro de letras y a la exportación de moneda de plata (de donde sacaría una decisiva experiencia para el futuro) y finalmente se asociaría con un comerciante vasco-francés, Jean de Aguirre, que ejercía como cajero del Canal Imperial de Aragón. Cabarrús dio comienzo a su primera empresa comercial estable (1777-1778), dedicada a la exportación de lana a Francia e Inglaterra, al tiempo que también establecía relaciones con la relevante firma Lecoulteux, que mantenía negocios con las plazas de Cádiz, Rouen y París, para finalmente formar la firma Cabarrús y Lalanne (1781-1786), cuando ya había consolidado su posición en el mundo de las finanzas reales.
Francisco de Cabarrús fue enviado por su familia a Valencia para hacer su aprendizaje del mundo mercantil bajo la tutela de Antonio de Galabert en 1771
Pues, en efecto, en 1780 su vida había dado el giro definitivo de su inserción en la política financiera de la Corona, que prácticamente contribuyó a definir de modo decisivo durante una década (entre 1780 y 1790) y en la que seguiría influyendo aunque de modo más atenuado desde 1796 hasta su muerte. A partir de entonces, sus propuestas se convertirían en el eje de la política financiera del gobierno, de tal modo que su biografía particular queda subsumida en la creación de los vales reales (1780) y del Banco de San Carlos (1782), cuya dirección asumió desde la fecha de su constitución hasta la crisis de 1790, que no fue definitiva (puesto que la institución perduró hasta 1829), pero que ocasionó su caída y repercutió pesadamente sobre su vida.
El Banco de San Carlos fue el antecedente del Banco de España. Su aparición se debió a un fenómeno coyuntural pero de enorme relevancia: la enésima guerra con Inglaterra, entablada a partir de 1779, supuso el estrangulamiento económico de la Carrera de Indias y de la Real Hacienda, por lo que hubo que buscar remedio a una situación desesperada. La solución se cifró en la emisión, a partir del año siguiente, 1780, de los llamados vales reales, títulos de la deuda pública con un interés del 4% y un plazo de amortización de veinte años, que debían permitir disponer inmediatamente de efectivo para afrontar los acuciantes retos que tanto los particulares como la Monarquía tenían por delante. Los vales reales sirvieron efectivamente para remediar la repentina carencia de los recursos metálicos americanos, para ofrecer la liquidez necesaria a los cargadores, y al Estado para hacer frente a sus elevados gastos militares. Sin embargo, la reticencia de los particulares y las instituciones ante las sucesivas emisiones de vales reales motivó la rápida depreciación de los títulos y la perentoria necesidad de buscar un instrumento para la amortización de los mismos. Esa fue la razón de la creación del Banco de San Carlos, tal como se expresa en el preámbulo de la Real Cédula fundacional: “La erección de Vales y medios Vales a que han precisado las urgencias de la presente guerra […] exigía también el establecimiento de un recurso pronto y efectivo para reducir aquellos vales a moneda de oro y plata cuando sus tenedores la necesitasen o prefiriesen”.
El Banco Nacional de San Carlos fue creado por Real Cédula publicada el 2 de junio de 1782. Inmediatamente se le dotó de los correspondientes estatutos y de una dirección colegiada a cuyo frente se puso Francisco Cabarrús, quien dirigió los años más prósperos de la institución, los años ochenta, gracias a la bonanza económica proporcionada por el fin de las hostilidades tras la paz de Versalles. Sin embargo, la situación no habría de durar, pues a partir de 1793 se iniciaría un nuevo ciclo bélico que iba a prolongarse durante dos décadas, sumiendo a las fortunas privadas y al Tesoro público a una larga época de recesión. Desde este momento, la principal misión del Banco de San Carlos fue conseguir efectivos para poder pagar los vales reales. Uno de los expedientes imaginados a tal fin tendría una dilatada tradición en la historia española: la desamortización de bienes eclesiásticos, convertidos en bienes nacionales, a través de diversas operaciones inauguradas en 1798 y repetidas en 1809 (por José I), en 1813 (por las Cortes de Cádiz) y en 1820 (por los gobiernos del Trienio Liberal).
Sin embargo, pese a tales iniciativas, el talón de Aquiles del Banco de San Carlos siguió siendo su constante atención a las necesidades de numerario de la Real Hacienda, en otras palabras su subordinación al Estado. Y eso ocurrió de la misma manera durante el reinado de José I (incluso cuando el propio Francisco Cabarrús fue ministro de Hacienda) y durante el reinado de Fernando VII, en que vemos a los dirigentes del Banco de San Carlos intentando vanamente la devolución de la deuda que el Estado tenía contraída con la institución, que prácticamente constituía el único activo con el que podía contar. De esta forma, el Banco de San Carlos consumió los últimos años de su existencia en esta extenuante tarea, hasta que se hizo evidente la necesidad de un cambio, la constitución de una nueva entidad, su heredera, el Banco Nacional de San Fernando.
En los años iniciales de la andadura del Banco, Cabarrús publicó una serie de escritos económicos: Memoria sobre las rentas y créditos públicos (1783) y el Informe sobre el Montepío de Nobles de Madrid (1784). Asimismo, intervino activamente en la fundación de la Real Compañía de Filipinas (10 de marzo de 1785), a la que el Banco de San Carlos aportaba 21 millones de reales. De la misma década de los felices ochenta son otros escritos, como la famosa oración fúnebre que se uniría a las muchas redactadas a la muerte de Carlos III y que fue leída en la junta general de la Sociedad Matritense de Amigos del País, el Elogio de Carlos III (1789).
La última pieza citada tiene el interés de definir el pensamiento ilustrado de Cabarrús en estado puro, es decir como expresión de un sentimiento de optimismo y de adhesión al proyecto reformista como el instrumento adecuado para promover el desarrollo de España en todos los terrenos, y no sólo en el económico. En ese sentido, el Elogio es una reivindicación de la figura del monarca como imprescindible impulsor de una política que permitía al país alcanzar mayores cotas de prosperidad y de civilización, ya que, en sus propias palabras, “la felicidad de los súbditos es el grande objeto de toda soberanía”. Así, el reformismo económico debía abandonar la dogmática mercantilista y abrazar un programa liberal de desarrollo, que ya había tenido relevantes plasmaciones como la liberalización del tráfico de los granos (uno de los grandes postulados de la fisiocracia) o los decretos de libertad de comercio para América. Y que se completaba con otra línea de actuación, la política de fomento: regadíos, canales navegables, proyectos de colonización interior, apoyo a institutos que servían a los mismos fines, como las sociedades patrióticas de Amigos del País. En el terreno ideológico, las principales ideas de Cabarrús se referían a la necesidad de reformar el sistema educativo, a la superioridad de la filosofía moderna frente al escolasticismo y, como piedra de toque de toda su argumentación, a la indispensable libertad de imprenta.
El Elogio es una reivindicación de la figura del monarca como imprescindible impulsor de una política que permitía alcanzar mayores cotas de prosperidad y de civilización
No dio tiempo para más, pues los días de Cabarrús al frente del Banco de San Carlos estaban contados. En efecto, su caída se produjo en el momento en que alcanzaba su más alto grado de influencia política y de reconocimiento público, como se puso de manifiesto, entre otras cosas, por la concesión real del título de conde de Cabarrús (1789), después de que hubiera obtenido (a fines de 1781) su carta de naturaleza como español. En todo caso, su actuación obtendría las alabanzas incondicionales de los observadores extranjeros que viajaron por España, tanto ingleses como Joseph Townsend, que le reconocía “su talento extraordinario” y “su juicio sano y elocuencia fácil” (1787), o franceses como Jean-François Bourgoing, que exaltaba “su imaginación viva y fértil” y “su talento cultivado” (1807).
Sin embargo, el secretario de Hacienda, Pedro de Lerena (que sería conde de Lerena desde 1791) le acusó de graves deficiencias en la dirección del Banco (donde sí se adoptaron colegiadamente algunas decisiones equivocadas), así como de otros delitos, como la malversación de fondos y el contrabando de moneda, en este caso trayendo a colación un discutible episodio de fraude en que se había visto involucrado en sus años jóvenes. Al mismo tiempo, y dentro del mismo clima persecutorio, Cabarrús fue también acusado ante la Inquisición por los conceptos vertidos en sus obras, fundamentalmente en el citado Elogio de Carlos III (1789), que era fundamentalmente un escrito en alabanza de la política reformista de liberalización y modernización de la economía. Finalmente, hubo de hacer frente a otra denuncia particular interpuesta ante el Consejo de Castilla (1793), donde se le hacía reo de Lesa Majestad y de Estado, por unas supuestas expresiones injuriosas contra los ascendientes habsburgueses de Carlos III.
Si estas absurdas acusaciones no llegaron a provocar una acción represiva más contundente, por el contrario, la inquina de Lerena fue enormemente efectiva, ya que consiguió privar a Cabarrús de todas sus funciones y todos sus empleos públicos y de imponerle cuantiosas fianzas pecuniarias, antes de promover su encarcelamiento en el castillo de Batres (a más de cuarenta kilómetros al sur de Madrid). Encarcelamiento que duraría cinco largos años (aunque su prisión quedó atenuada en el cuartel de Santa Isabel en la capital desde mayo de 1792, lo que le permitió mantener correspondencia, recibir visitas y remitir memoriales a las autoridades) hasta su liberación definitiva el 19 de octubre de 1795. El financiero pudo entonces restaurar su situación económica, como demuestra la adquisición de los derechos señoriales sobre las aguas del Lozoya y el Jarama y la construcción de un canal para regar los llanos de Uceda, donde compraría dos años más tarde más de setecientas hectáreas de tierra de cultivo. Y sin embargo, fue en los periodos más difíciles de su proceso y encarcelamiento cuando se gestó la que sería su obra más importante y hoy más difundida, sus Cartas sobre los obstáculos que la naturaleza, la opinión y las leyes imponen a la felicidad pública, precedidas de una Carta al Excelentísimo Señor Príncipe de la Paz, fechada en diciembre de 1795, que el autor remitió a Jovellanos, uno de los pocos amigos que le habían quedado tras su defenestración.
Cabarrús volvió a ocupar su puesto de director nato del Banco de San Carlos, una vez que los magistrados detectaron defectos procesales en su encausamiento y que Diego Gardoqui, sustituto al frente de la secretaría de Hacienda del conde de Lerena, adoptó una actitud abiertamente favorable al financiero antes caído en desgracia. En estos últimos años de la centuria, aparte de sus nuevas actuaciones como director nato del Banco de San Carlos, que por otra parte había entrado en una fase de imparable decadencia, Cabarrús recibió diversos encargos de Godoy, pero esta luna de miel duró poco, ya que a fines de 1799 fue desterrado a la ciudad de Burgos, con la prohibición expresa de acercarse a la Corte (donde se incluía su posesión de Torrelaguna, que estaba a unos cuarenta kilómetros de Madrid), aunque el obligado exilio se vio mitigado por sucesivos permisos para viajar por España y por Francia.
Poco después de los sucesos del 2 de mayo de 1808 en Madrid, Cabarrús se adhirió al grupo de los afrancesados y a la causa de José Bonaparte, como muchos otros componentes del grupo ilustrado de fines del siglo XVIII y principios del XIX.Nombrado ministro de Hacienda por José I en julio de dicho año, Cabarrús desempeñó con normalidad su cargo, volviendo a escribir sobre los temas que le eran más gratos, como hizo en la Memoria para la extinción de la Deuda Nacional y el arreglo de contribuciones (1808). Al mismo tiempo (y esto es una novedad) mantuvo una correspondencia personal con el rey, que ha sido recogida recientemente, e incluso redactó de motu proprio un escrito con el objeto de reivindicar la figura del soberano: las Consideraciones de un español a sus conciudadanos (1808), que defiende la noción, hoy aceptada por los historiadores, de la vinculación de los afrancesados con el ideario ilustrado. Cabarrús acompañó a José I en el viaje que emprendiera por tierras de Andalucía entre enero y mayo de 1810, en un momento de optimismo para los ocupantes franceses, tras la victoria de Ocaña del año anterior, pero no pudo concluir su periplo, pues murió en Sevilla en abril de ese año (a las cuatro de la mañana del día 27).