El concepto de jubilación lo inventaron los romanos. Los legionarios ‘fichaban’ a sus tropas a los 20 años -un poco antes si apretaban los enemigos-, luchaban durante 25 años y asumían a continuación la condición de eméritos. Eso les daba la oportunidad de recibir tierras o una paga equivalente a doce anualidades. El protagonista ficticio de Gladiator, Máximo Décimo Meridio, acariciaba trigo en Mérida después de haber comandado los ejércitos del Norte.
Ése, y no otro, era el destino que aguardaba a César Alierta cuando anunció que abandonaba, voluntariamente, la posición de presidente de Telefónica y la condición de “empresario más poderoso de España”. Insistimos en el concepto de voluntariedad porque nadie puede discutir que si Alierta hubiera pretendido perpetuarse en el cargo lo habría hecho.
Hace una década la compañía borró del reglamento cualquier referencia a los límites de edad. Y nunca olvidemos que su sucesor, José María Álvarez-Pallete, no lo fue realmente hasta que Alierta tomó la decisión de irse.
Del mismo modo, su salida del consejo de la entidad ha sido, igualmente, voluntaria. Una decisión meditada con su entorno pero totalmente optativa. Quien diga lo contrario, miente. El mismo Alierta pasó una larga temporada dudando de si dar el paso, pero decidió afrontarlo a sabiendas de las dificultades que conlleva vivir a su sombra. “No se puede dirigir Telefónica sentado en la misma mesa que el expresidente de Telefónica”, le citan fuentes próximas.
No queremos decir con esto que Álvarez-Pallete no la recibiese con cierto alivio. Pero no la forzó.
Un legado envenenado
Alierta fue la figura que elevó a Telefónica desde la sima de las puntocom hasta una posición de liderazgo europeo y tarde o temprano tendrá su propia calle en Zaragoza, una a juego con la Avenida Cesáreo Alierta, en homenaje a su padre, antiguo alcalde de la ciudad.
Pero difícilmente la coalición de izquierdas en el Ayuntamiento aragonés esté dispuesta a hacerle el homenaje a corto plazo. Porque, nunca lo olvidemos, Alierta marcó a la compañía y al país con un legado que hoy está apolillado, más propio de la década pasada. O del siglo pasado.
Si existiese una revista titulada ‘Capitalismo de amiguetes’ él habría protagonizado muchas de sus portadas. Ha sido la imagen de un mundo de favores a las distintas administraciones, tanto otorgados como recibidos; ha mostrado una sumisión canina al mismo rey emérito que en medio siglo estrenó dieciséis bribones y ha sido el proveedor de un inagotable suministro de 3-en-uno para mantener engrasadas las puertas giratorias entre la política y el Ibex 35.
Nunca renunció a un amor casi fraternal por el mismo Rodrigo Rato que siempre le dio una buena mano al repartir las cartas de las privatizaciones, y se abandonó a su necesidad, casi patológica, de influir en las instituciones, de elevar su figura como estadista internacional y de oponerse a los colosos de internet, a los que siempre percibió como enemigos y nunca como aliados.
El dictador del arado
En la antigua Roma nació la figura del dictador, que nada tiene que ver con la acepción actual. Y uno de los más brillantes fue Cincinato. Lucio Quincio Cincinato -sí, la ciudad estadounidense de Cincinnati se llama así en su honor- fue un cónsul y general romano que ocupó hasta en dos periodos distintos el papel de dictador. En la primera ocasión se le llamó para salvar a Roma de la invasión de ecuos y volscos. Un cuadro de Juan Antonio Ribera en el Prado retrata el momento en el que se le convocó, mientras se dedicaba a labores rurales, para otorgarle poder absoluto. En sólo 16 días cumplió su objetivo, rechazó los honores subsiguientes, abandonó la toga púrpura y volvió al arado.
Alierta ha necesitado no 16 días, sino 16 años y la proximidad de su 72 cumpleaños para renunciar al puesto de consejero. Y en el año que ha transcurrido desde su sucesión no ha hecho nada parecido a coger el arado.
Dice el dicho que la cabra tira al monte, y César Alierta nunca dejó de buscar nuevas cimas. El problema es que sus maquinaciones para darle una jubilación de oro a Juan Luis Cebrián en Prisa y sustituirle a costa de Telefónica, y otros pequeños cambalaches, se vieron frustradas por el hecho, demasiado fácil de olvidar, de que él ya no estaba al frente de la nave.
Hay un nuevo capitán más joven que representa valores muy diferentes y que ha asistido con respeto y cierta incomodidad al hecho de que muchos tripulantes nunca han perdido la costumbre de dirigir la mirada hacia el hombre de rizos blancos ensortijados, puño de hierro y peculiar dicción.
Incluso las filtraciones que han ido saliendo del consejo de administración hasta el último momento han seguido más los dictados de antiguos fieles de Alierta, retirados hace ya tiempo, que las órdenes de Álvarez-Pallete, mucho menos dado a las intrigas que a desarrollar su entrega casi monacal al trabajo.
¿Guerra interna?
Es difícil hablar de guerra interna en el seno de la compañía cuando uno de los supuestos bandos entregó la victoria voluntariamente al otro después de años de entrenamiento. Parece más apropiado imaginar al padre de un obrero acodado en una verja gritándole a su hijo que no sabe mezclar mortero.
Aunque los romanos inventaron el concepto de jubilación también la hicieron reversible. Los ‘evocati’ eran antiguos soldados que volvían a la vida militar por llamamiento personal de algún general para luchar ésta o aquella campaña. Cincinato, de hecho, se vio obligado a abandonar el arado en una segunda ocasión. Fue llamado a ocupar el cargo de nuevo, a los 80 años, para abortar una intentona golpista.
Es difícil imaginar que Alierta vuelva al ruedo después de haberse cortado la coleta. Su familia le invita a disfrutar de los frutos del trabajo y la cotización del grupo está en máximos de un año. Pallete incluso ha conseguido ganarse la confianza del beligerante analista David Wright, de Bank of America Merrill Lynch.
No le falta trabajo de sobra en la compañía a través de la fundación Telefónica. El proyecto ProFuturo, que está presente en 326 colegios de diez países de África y América Latina, ha formado ya a 1.500 docentes, y tiene el reto de multiplicar su impacto a través del Fondo ODS de Naciones Unidas. No es una mala forma de ganarse su calle.
Ahora el verdadero reto no lo tiene él, sino su sucesor. El desafío de reconstruir una compañía forjada a imagen y semejanza del César y alejarla de su sombra. Una sombra que no sólo es alargada, como la del ciprés. Sino que también puede llegar a ser pegajosa, como un pozo de alquitrán.