2018 volverá a ser el mejor de los tiempos. Y el peor de los tiempos.
Tenía poca confianza en Donald Trump, pero en 2017 hemos descubierto a alguien que, visto desde fuera, parece estar compitiendo por aparecer lo antes posible en los libros de Historia como el peor presidente de EEUU de todos los tiempos. Un hombre inculto que ha presumido en público de practicar el acoso sexual, que ha protestado a desgana contra los nazis y cuyos objetivos legislativos fundamentales han consistido en causar la muerte de miles de personas que pasarán a ser incapaces de permitirse el acceso a la sanidad y en aprobar recortes de impuestos multimillonarios para los más adinerados. De refilón, ha desmontado la regulación sobre neutralidad de la red de 2015.
Se trata de una persona infantil que no estaba preparada para gobernar y que parece incapaz de la empatía más elemental, un hipócrita de dimensiones casi legendarias. Un mentiroso compulsivo y un enemigo autodeclarado de los medios de comunicación. Soy una persona muy limitada que ha dedicado su vida a intentar contar toda la verdad que pueda, lo que para mí convierte a Donald Trump en anatema. Si yo fuese un vampiro, él sería una especie de cruz gordezuela, rezumante y naranja de manos diminutas. Lo único positivo que se me ocurre de estos primeros meses de mandato es que ha causado mucho menos dolor del que esperaba a estas alturas. Una de las pocas ventajas de su incapacidad y de la resistencia de los republicanos a darle carta blanca.
Sin salir de España, hemos visto cómo la división entre nuestros conciudadanos se agravaba por culpa de un gobierno encabezado por un incompetente y de otro gobierno plagado de mentirosos tan descarados como Trump y con una audiencia igual de fiel. Ambos tienen en común una relación íntima con la corrupción y un interés evidente en prolongar el conflicto.
En ambos procesos, el estadounidense y el catalán, el peso de numerosos medios de comunicación expertos en ignorar la realidad y actuar de meras correas de transmisión de sus mentirosos predilectos ha hecho que ‘fake news’ o ‘falsas noticias’ se haya convertido en la palabra del año del diccionario Collins. ‘Post-truth’ o ‘posverdad’ fue la de 2016 para los de Oxford.
Tengo la sensación de que la causa de la igualdad de género ha avanzado sobre los cadáveres de sus mártires. En España han muerto 53 mujeres y ha sido el año en el que hemos conocido las terribles historias de un número indignante de personas humilladas, sometidas, acosadas y sometidas a los caprichos de decenas de individuos con poder y sin asomo de autocontrol ni decencia.
En uno de los juicios más mediáticos del año hemos visto cómo se ha juzgado más la forma de comportarse de una mujer tras ser violada que la forma de ser y la cultura tóxica de aquellos que, presuntamente, cometieron el crimen. Para cerrar 2017, los más lentos de la clase se enteraron, parece que por primera vez, de que resistirse a una violación puede dar con tus huesos en el pozo de alguna nave abandonada.
Caminantes blancos, inteligentes y autónomos
Quizá por deformación profesional, no dejo de ver los retos que se avecinan con el advenimiento de la edad de la inteligencia artificial y la automatización. Y si no estamos preparados para lidiar de forma equilibrada con algo tan relativamente poco dañino como la economía de plataformas, no sé cómo vamos a enfrentarnos a cambios radicales que destruirán industrias enteras y el modo de vida de cientos de millones de personas en todo el mundo. Nos quejamos de Uber cuando tenemos el coche autónomo a la vuelta de la esquina.
Colgar banderas de nuestro país, sea el que sea, no ayuda a abordar ninguno de los cambios tecnológicos que tenemos por delante. Trabajar juntos debería ser la solución y es nuestro gran problema. La situación en Cataluña polariza, pero es una nadería comparada con la necesidad que tiene Europa, como continente, de preparar los mimbres para los cambios que llegan. Si no estamos entre los líderes, estaremos en la cola.
Veo la actualidad con la actitud de quienes seguimos con fidelidad la serie Juego de Tronos. Acurrucado en el sofá pienso a menudo, o incluso digo en voz alta: “Dejad de pelear entre vosotros, imbéciles. Los Caminantes Blancos se acercan. Llega el invierno”. No dejo de pensar en aquella vieja cita de Terry Pratchett: “La auténtica estupidez siempre gana a la inteligencia artificial”.
Y no es que los votantes sean idiotas. Mi autor favorito también escribió: “La mayor parte de los grandes triunfos y tragedias de la historia no se deben a que la gente sea esencialmente buena o mala. Se deben a que la gente es, esencialmente, gente”.
Para esa gente, y me incluyo, es más sencillo buscar rivales en el estadio, en las tertulias o en los programas de jóvenes talentos de la televisión. Preocuparse no sirve de mucho si no tienes ningún control sobre los acontecimientos. Pero esta guerra no la libramos sólo para nosotros. Para lidiar con el futuro tendremos que cambiar quienes somos o, al menos, intentar que nuestros hijos sean muy diferentes.
En mi opinión, Europa debería trabajar con un único objetivo: optimizar el Estado del Bienestar y hacerlo viable a través de la tecnología. Deberíamos ser mucho más radicales para conseguirlo y generar grandes consensos.
En España, por ejemplo, podríamos empezar con la eliminación de duplicidades y con un mejor aprovechamiento de nuestros recursos. También los humanos. Los funcionarios han sido nuestros jóvenes más brillantes y es necesario aprovecharlos mejor. Convertirlos en herramientas para el cambio más ágiles, capaces de operar aún mejor y en colaboración con la empresa privada pero sin perder su carácter público.
Deberíamos ser capaces de mantener las diferencias autonómicas fundamentales reduciendo la complejidad, no incrementándola. Conseguir que el gasto público sea menor, pero mejor. Quirúrgico. Utilizar las tecnologías subyacentes de la economía de plataformas y otras, como blockchain, para asegurarnos de que no se malgasta ni un euro de dinero público. ‘Blockchain’ es tecnología de libros contables distribuidos en los que, en cada parte de la cadena, puedes saber qué ha pasado en cada eslabón. Parece diseñada para responsabilizar a las administraciones de aquello que administran.
¿Un ejemplo? Por ejemplo, deberíamos tener una auténtica justicia digital que contemple casos de uso revolucionarios como los que se están analizando en otros países. En lugar de eso, tenemos Lexnet.
Pero es mucho más sencillo complicarnos con la proliferación de populismos, tanto nacionalistas como no nacionalistas. Es como intentar ganar una partida al Monopoly y que un montón de gente interrumpa la partida para protestar sobre cómo deberíamos estar jugando al Cluedo o al Parchís. Despilfarramos energía y recursos en cosas que no sirven para nada y que distraen de las cuestiones fundamentales.
El problema es que quien debería inspirarnos en este camino, el hombre que debería guiarnos en esta dificultosa senda no es Daenerys de la Tormenta ni Jon Nieve. Es un antiguo registrador de la propiedad de 62 años con el superpoder de quedarse muy, muy quieto mientras suceden cosas a su alrededor, y que, en ocasiones, se confunde al hablar y provoca memes muy graciosos.
Como en Juego de Tronos, no tengo ninguna duda de que las partes involucradas y con capacidad de actuar no harán lo que deben. O que lo harán tarde. O mal. La experiencia me avala. Si en España varios partidos con capacidad de conseguir una mayoría alternativa al PP fueron incapaces de buscar una solución de mínimos para descabalgar al partido del ‘Luis, sé fuerte’, ¿cómo puedo pensar en que seremos capaces de empujar en una misma dirección?
Y sí, Havelock Vetinari dijo en una ocasión que “remar todos juntos es el objetivo del despotismo y la tiranía: los hombres libres reman en todas direcciones”. Pero eso, a veces, hace que la barca vaya marcha atrás.
El fin del mundo tal y como lo conocemos
Los retos están ahí, y la necesidad es acuciante. Un amigo me preguntaba, hace pocos días, cuánto tiempo llevaría el fin del mundo tal y como lo conocemos (¡compre el libro de Marta García Aller!). No supe decirle. Ahora mismo, ni siquiera sé si mis hijos necesitarán carné de conducir dentro de diez años. Apostaría a que no.
¿Crees que exagero? Puede ser. Pero piensa en algo. El smartphone como lo conocemos pasó a ser de verdad un estándar en 2011. Me he permitido utilizar como referencia el famoso memorándum de las plataformas en llamas de Stephen Elop, antiguo CEO de Nokia, que fue enviado hace sólo siete años.
Whatsapp nació hace menos de diez y se ha convertido en la fuente primaria de comunicación para millones de personas. Cabify arrancó en 2011. Car2Go llegó a España a finales de 2015 y, con tres operadores y la inminente llegada de unos cuantos más, tengo claro que no volveré a comprar un coche urbano y que en pocos años me haré completamente multimodal.
En los últimos ejercicios, mis compras en Amazon y sus asociados han pasado a representar el 40% de mis adquisiciones de productos no perecederos. Si hablamos del carrito de la compra y de restauración, mis compras online suponen cerca del 50%. Y esas cifras no va a dejar de aumentar.
Acabo de ver una conversación del año 2000 entre Fernando Sánchez Dragó y Rafael Sánchez Ferlosio y, por los temas que tratan, he tenido la sensación de que vivieron hace tres siglos. Y no, ambos viven. La tecnología entra en nuestra vida como crecen los niños. De forma imperceptible, pero mucho más deprisa de lo que pensabas o de lo que puedes aceptar.
Afortunadamente, cada vez que pienso en desertar, hay algo humano que me estremece, que me emociona. En el año 2017 comencé a trabajar en EL ESPAÑOL y, durante la celebración de nuestro segundo aniversario, estuvieron con nosotros los padres de Ignacio Echeverría, el héroe del monopatín. Me estremecí al pensar en su gesto, como también se estremeció uno de los jóvenes más inspiradores que ha conocido mi generación, Rafael Nadal.
En un año en el que he leído más que nunca el verbo “violar”, mi hija ha empezado a tocar la viola. Y cada acorde me parece una victoria de la inteligencia contra la barbarie. En un mundo de noticias falsas he retuiteado con ahínco los esfuerzos de Maldito Bulo y he visto a John Oliver, Jack Tapper, Trevor Noah, Stephen Colbert o Seth Meyers apuntar sus lanzas contra un enorme molino anaranjado con aspas minúsculas.
Mientras los magufos campan a sus anchas por las redes sociales, los divulgadores científicos alcanzan audiencias cada vez más amplias. Podemos estar viviendo una sequía terrible, pero al menos estamos escribiendo sobre la amenaza que supone. Cada día alguien descubre que, aunque te pueden llevar a conocer el hielo, el frío no existe.
Nada más comerme las uvas leí en Twitter la historia de un ginecólogo que salvó la vida de un niño y de su madre y que defendía la labor de los hospitales frente a los partos en casa. Horas después, descubrí que un montón de cretinos han decidido beber agua sin filtrar porque… Ni idea de por qué. Seguramente son los mismos que quieren acabar con las vacunas. Otra de Pratchett: “No importa lo deprisa que vaya la luz, siempre descubre que la oscuridad ha llegado primero, y está esperando”.
Como cada año desde que tengo uso de razón, termino el ciclo abrumado por las contradicciones y las dudas. Soy feliz por lo que tengo y deseo seguir contando la verdad, jugando con mis hijos, leyendo lo que escribe mi mujer y conservando mi humanidad y una parte de mi cordura. Tengo la sensación de que, más que tener la crisis de los 40, la he externalizado.
Al menos yo tengo acceso a hospitales, comida con garantías, internet, vacunas, agua potable, calefacción, un baño alicatado, gente que me quiere y la esperanza de que el nuevo día traerá cosas nuevas y, quizá, mejores. ¿Y la incertidumbre sobre el futuro? Nos ha acompañado siempre. El invierno se acerca, pero no es la primera vez. Podemos superarlo. Sólo tenemos que prepararnos y estar más unidos que hasta ahora.
“Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación”. Charles Dickens, 1859.