Hace apenas un año que los taxistas tomaron las calles y los medios de comunicación acuñaron el término “la guerra del taxi” para referirse al conflicto existente entre dos modalidades de transporte urbano. Pero el trasfondo de esa “guerra” es el que se produce ante la entrada de un servicio desregulado en un mercado fuertemente regulado.
La movilidad urbana, tan cotidiana, está siendo un escenario donde se representa una obra que excede su trascendencia del mundo del taxi y las ya famosas VTC. Ante el riesgo de encontrarnos en una situación de ruptura del ya tocado equilibrio entre ambas modalidades, el Gobierno ha ponderado los intereses en juego y ha optado por modular con cierta óptica restrictiva los requisitos de acceso al mercado de transporte de viajeros e impedir la competencia desleal, estabilizando a los operadores tradicionales y nuevos mediante un Real Decreto-Ley, que han terminado apoyando todos los operadores interesados menos Uber y algún que otro actor más pendiente de obtener réditos populistas.
Otros sectores como el hostelero, la logística y los servicios del hogar están mirando de reojo la reacciones de gobiernos y plataformas digitales. El matiz diferenciador es que el taxi ofrece un servicio público. En unos momentos de cambios rápidos y volatilidad económica y política, todos temen perder el favor de los reguladores y sobre todo enfrentarse a la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, que actúa como una verdadero lobby liberal en la sombra.
Dependiendo de su condición, unos sectores saltan a la calle con pancartas, otros acuden a negociar en los despachos, otros empujan a los trabajadores denunciar en sociedad el aumento del desempleo y otros males venideros, e incluso algunos amenazan con retirar inversiones comprometidas o solicitar indemnizaciones al Gobierno. Pero lo cierto es que, mientras tanto en la trastienda, se están repartiendo los mercados desregulados entre los nuevos operadores. En el caso del taxi, con el añadido de que la falta de decisiones políticas acertadas en el pasado lleva a haber judicializado la ordenación del sector y todos estamos pendientes de lo que pueda decidir el Tribunal Supremo. Regulación o liberalización.
Si las VTC y su vaso comunicante, los taxis, se desregulan, el servicio público desaparece como tal. Una vez desaparecido no será posible recuperarlo, y si se desea el coste será altísimo, pues habrá de ser subvencionado con carácter general. Ahora no lo está y supone una actividad económica solvente y contribuyente neta. Las plataformas digitales no comparten estás dos características
El manual dice que la afluencia ilimitada de coches al servicio de las multinacionales sustituirá inicialmente a los servicios de taxi, para luego inaugurar la lucha entre las propias plataformas por acaparar el mercado. Subsiguiente guerra de precios, expulsión del mercado de los VTC tradicionales (empresas que operaban antes de la llegada de las plataformas con su propia flota y red comercial) y por último determinación del ganador que acapare el mercado. Uber se encuentra el la pole position de la carrera. También dice el manual que ese operador, finalmente convertido en monopolio, sube los precios y empeora el servicio. Y vuelta a la rueda con la entrada de nueva competencia que aspire a ocupar los nichos de mercado desatendidos por el líder del sector. Pero, quizá el manual se equivoca, a mejor o … a peor.
Ante este escenario, la diferencia entre el punto de vista de Uber y el superregulador CNMC (que le ha servido de ariete); y el del Gobierno, los taxistas y, ahora unidos en la “causa”, los operadores tradicionales de VTC, es diáfana. Mientras los primeros buscan una sustitución del actual servicio público por otro servicio totalmente privado, los segundos persiguen la supervivencia mediante la reforma del actual modelo y no su supresión. Cabify, que se sabe ganador en la actual situación pero no en la futura, permanece a la espera de acontecimientos, mientras invierte en marketing para lavar su imagen.
Por eso, con la espada de Damocles encima, entendemos que el Gobierno intervenga mediante un Real Decreto-Ley que declara querer estabilizar la situación y mantener la competencia pública para ordenar el servicio de modo equilibrado y armónico. El único reproche es que debía haberlo hecho con más urgencia.
Aunque la vigente situación de intervención pública del modelo de movilidad en vehículos turismo interesa también a Comunidades y Ayuntamientos, los retos para mejorar el servicio público y así fortalecerlo ante el discurso de las ventajas de la liberalización desarrollado por Uber, pasan necesariamente por promover la calidad, especialización y ciertas mejoras regulatorias pro-competitivas en el servicio de taxi, que redundarían en una movilidad sostenible para la ciudadanía.
El inmovilismo es la muerte, la adaptación es la vida, y la regulación el cauce.
La Federación Española del Taxi (FEDETAXI) ya ha avanzado algunas como el taxi compartido y las tarifas máximas en servicios precontratados, segmento en el que compiten taxis y VTC. La revisión de los modelos tarifarios aumentando los trayectos sujetos a precios fijos (como los actuales a terminales de aeropuertos, etc.), así como mayores facilidades para la elección de vehículos y la exigencia de formación especializada, completan las medidas imprescindibles que modernizarán el servicio de taxi además de servir de estimulo positivo a los usuarios.
Es necesario acometer esas reformas con carácter urgente y fortalecer el servicio público del taxi ante el nuevo escenario de movilidad urbana. Miles de taxistas y usuarios lo agradecerán, aunque a Uber, que pugna por quedárselo todo, no le termine de gustar.
Emilio Domínguez es secretario técnico de Fedetaxi