El día en que el fútbol se aburrió de mí
A menudo le digo a mis hijos que fue la lesión. Que dejé de acudir a la pachanga de cada jueves por la maldita, maldita lesión. Iba yo corriendo por el campo con la pelota controlada cuando, de repente, un rival me destrozó la rodilla. Esa frase es la misma definición de postverdad: nunca he corrido demasiado, jamás he controlado de verdad el balón y caí al suelo sin ayuda cuando el rival más cercano estaba a diez metros de distancia. Ligamento cruzado anterior de la rodilla. Una lesión muy de verdad para un jugador muy de mentira.
Después de la rehabilitación renuncié a la pachanga. Pero no puedo decir que dejase de jugar al fútbol porque, para eso, hay que haber jugado alguna vez. Sería más justo decir que el fútbol se aburrió de mí.
Lo intenté mucho durante la carrera y en mis primeros años como periodista. Pero mi único valor en el campo era hacer siempre acto de presencia, incluso los días de lluvia, y permitir que los buenos descansasen un rato en cada partido.
Me gusta culpar de esto a mi padre. Divorciado de mi madre, siempre prefirió aprovechar todo el tiempo que pasaba conmigo para transmitirme sus ideales, principalmente los políticos. Tenía el objetivo nada disimulado de convertirme en lo que después resultó ser Pablo Iglesias.
Esto demuestra que mi padre es un visionario, porque sólo triunfa un futbolista de cada diez mil -me he inventado la cifra, como Pablo Casado los millones de africanos- mientras que en Podemos se gana bien la vida hasta Llorente, el más marxista de todos mis amigos del instituto.
Pero entiendo que mi progenitor no tenía mucho tiempo para dedicarme y tuvo que priorizar como pudo. Un ejemplo: aunque nunca intentó desarrollar en mí el interés por practicar deportes, tuvo la decencia de hacerme madridista. Visionario de nuevo: me convirtió en un ganador sin obligarme a derramar una gota de sudor.
Precisamente por esto, a pesar de los flirteos que mantuve con la práctica del fútbol durante toda mi vida, nunca fuimos una verdadera pareja. Nuestra relación fue como la de Summer y Tom, los protagonistas de 500 Días Juntos. Durante unos pocos años creí que estábamos saliendo, que ahí había algo. Pero no. Nunca hubiera funcionado.
Este miércoles estaba tumbado cómodamente en la playa cuando un simpático asturiano llamado Fran me reclutó para jugar una pachanga en la playa. Me levanté como un resorte gordo de la toalla y me dirigí al albero con la triste determinación de quien acude raudo de madrugada a la llamada de esa ex que le rompió el corazón. Sabes de antemano que, a la mañana siguiente, todo seguirá siendo igual de imposible. Sabes que, al terminar, sólo quedará dolor. Y lo que es peor: sabes que volverías a hacerlo.