Tras los últimos episodios del conflicto entre taxistas y las Administraciones, parece que el resultado discrepante entre las comunidades autónomas de Cataluña y Madrid, así como los anuncios sobre muy heterogéneas soluciones normativas por parte de Valencia, País Vasco, Cantabria, Galicia y Andalucía, arrojasen la duda sobre si existe la alternativa de dejarlo estar, de no regular eficazmente estos nuevos servicios de movilidad. La respuesta debe ser negativa. La sociedad no puede permitirse el lujo de no regular las VTC, ni a las plataformas que les proveen de servicios, Uber y Cabify, entregándoles un desmedido poder de mercado. Y la regulación no debe ser solo de ayuntamientos y autonomías, debe ser global, porque este es un asunto transversal.
Las razones son múltiples, pero sobre todo atienden a una principal de sentido común. La ley dice que servicios de transporte sustancialmente iguales deben desarrollarse en un marco regulatorio coherente. Y también por otra razón finalista; si no regulamos eficazmente esta realidad, el modelo de negocio de plataformas desreguladas acabará por empobrecernos a todos, no sólo a los taxistas, un poco más.
Para comenzar debe establecerse lo que los economistas denominan un arbitraje regulatorio e impositivo, para que las plataformas no eludan los impuestos que tienen que afrontar los proveedores tradicionales, como las emisoras de radio-taxis. El Tribunal de Justicia de la Unión Europea sentenció que Uber es una empresa de transportes. Los transportes se prestan en un territorio concreto, las ciudades españolas, de modo que las comisiones que perciben en su labor como empresa o intermediario de transportes deben tributar en España. De modo que, si la ingeniería fiscal de estas multinacionales les permite eludir esa responsabilidad, habrá que arbitrar otra fórmula que impida más tretas en perjuicio de nuestra Hacienda. Debe imponerse una tasa por servicio y uso del dominio público a estas plataformas, con la fórmula de unos céntimos de euro por kilómetro o por hora de servicio, que deban ingresar forzosamente en España si quieren operar y disfrutar de las infraestructuras aquí.
Por otro lado, hay que poner la mira en las condiciones laborales de las empresas de VTC. Más allá de las intenciones de algún sindicato de promover los necesarios convenios colectivos en dicho sector, debemos desvelar que los conductores de VTC no son trabajadores de la “nueva economía”. Son choferes de transportes urbanos en vehículos de hasta nueve plazas, y, o bien son tratados exactamente igual que los taxistas en cuanto derechos y obligaciones, o, además de introducir un factor de competencia desleal en el mercado, estamos cometiendo una injusticia social con miles de personas que empujamos al ostracismo e invisibilidad social que no es de recibo.
Además es necesario implicar a sus verdaderos empresarios, las plataformas digitales, en la responsabilidades laborales derivadas de su contratación. Que son sus verdaderos empresarios, ha quedado demostrado por los recientes despidos masivos en Barcelona. No por el cierre de las empresas allí, sino por la retirada de Uber y Cabify. ¿Quién manda? ¿Quién decide despedir? ¿Quién lo anuncia? Otra situación es la de quienes explotan estos coches como trabajadores autónomos dependientes de estas plataformas. Ellos también deben ser debidamente protegidos para no crear figuras laborales de segunda categoría, precariado hipotecado y dependiente. Es preciso revisar urgentemente el Estatuto de los Trabajadores, como algunos ya planteamos desde hace tiempo, para atender estas realidades, o las desigualdades crecerán aún más.
En estos dos grandes temas “macro” -fiscalidad y relaciones laborales-, los taxistas son interlocutores “menores”. Ahí son Gobierno, CEOE y Centrales Sindicales quienes tienen que dar un paso adelante, libres de presiones de multinacionales e intereses financieros. ¿Estarán a la altura? ¿O la peor parte de la globalización les mantendrá atrapados en su incapacidad para resolver los retos laborales del Siglo XXI en España?
Y por último está el tema de la movilidad urbana. La parte más “micro” pero más tensa para taxistas, usuarios y ciudadanos que sufren indirectamente los daños colaterales de un conflicto trasladado a la calle. La competencia desigual de ambas modalidades debe ser atajada, y no hay auto-regulación posible. Eso es tarea urgente de las administraciones más cercanas al ciudadano.
Toca arremangarse. Los servicios urbanos de transporte tienen que tener un marco igual en lo que son iguales y diferenciado en los que atienden a distintas necesidades de transporte. Pero el primer paso debe ser analizar bien cuantos vehículos de estas tipologías necesita cada ciudad para auxiliar o complementar a sus transportes colectivos, y ajustar la flota a estas necesidades, reconociendo errores del pasado, eliminando efectos de “pelotazos” con las autorizaciones y habilitando medidas económicas para afrontar este reto. Reordenar la movilidad con un plan de futuro. Esto no ocurre porque el cortoplacismo de la política impide ofrecer un modelo de movilidad sostenible a largo plazo para los ciudadanos. Lamentable.
Una vez realizado este esfuerzo de cooperación y coordinación institucional, es necesario que se impongan restricciones razonables de estacionamientos, horarios, calendarios y tipologías de vehículos, primando la eficiencia energética, a ambas modalidades de servicio, y luego reservar al “servicio de interés general” del taxi, con controles y medios suficientes, las labores de recogida de pasajeros a mano alzada en la vía pública y en paradas, así como determinados carriles reservados y zonas históricas, peatonalizadas o restringidas al tráfico privado por motivos medioambientales. Todo ello de modo compatible con favorecer la experiencia del usuario facilitando a los taxis una tarificación clara y la posibilidad de ofertar precios cerrados con antelación al inicio del viaje, como tienen el resto de transportes discrecionales, aumentando la calidad del servicio al usuario con mejores coches, mejores profesionales, y servicios más actualizados a las necesidades sociales y medioambientales como el taxi compartido.
Nos lo debemos como sociedad. Porque en estas cosas, aunque más pequeñas que otros asuntos nacionales, también nos jugamos mucho. Detrás de este conflicto entre taxis y VTC se esconden muchos de los retos de las próximas décadas. No es la tecnología, no es la economía colaborativa, es otra cosa, y es mejor encauzarla que no hacerlo.
Emilio Domínguez del Valle es Abogado y Secretario Técnico de la Federación Española del Taxi (FEDETAXI)