En un ambiente de pesimismo antropológico, que ha estado dominado recientemente por la Cumbre del Clima en Madrid, han surgido la semana pasada dos noticias que hacen pensar a los más optimistas que los problemas inmediatos han quedado resueltos: por fin los británicos se han decidido a terminar con su caos político y han apoyado de manera drástica la opción política partidaria de que Reino Unido salga de la Unión Europea y, por si eso fuera poco, EEUU y China parecen haber alcanzado un acuerdo que pondrá fin a la primera fase de su enfrentamiento comercial. Lo bueno de las dos noticias ya está contenido en su enunciado. Lo malo está todo por ver y se centrará en las dificultades de la ejecución de los acuerdos respectivos.
Mientras esto sucedía, algunas de las luchas sociales que se acumulaban por el ancho mundo han perdido virulencia, mientras nacían otras diferentes, conectadas o no con las primeras, como la huelga general que ha tenido paralizada a Francia durante varios días, con lo que se mantiene el clima de efervescencia social global que parece no ceder desde hace al menos un año.
¿Tendrán algo que ver la “emergencia climática” y “el ascenso de la lucha de clases”, o son pura coincidencia “espacio-temporal”?
Parece claro que en el pasado los cambios en el clima podían provocar insurrecciones sin cuento. Así, yéndonos a lo que parece que fue la última “emergencia climática” (la conocida como la “pequeña edad de hielo”) la abundancia de revoluciones, motines y algaradas es tal que la tentación de ligar los dos fenómenos es irresistible. Para hacerse una idea, solo en Francia se contabilizaron 455 actos de este tipo entre 1600 y 1715 (entre los centros de agitación suele citarse a Cataluña por la abundancia de panfletos distribuidos).
Se trataba entonces de sociedades agrícolas en las que el bienestar de las clases más desfavorecidas (que eran casi todas) estaba ligada a la abundancia de las cosechas y, por tanto, al precio de lo que constituía el alimento básico: el pan. El cambio del clima que se produjo entre finales del siglo XVI y finales del XVII fue tremendo, y la crisis económica subsiguiente, provocada por la falta de horas de luz y el calor necesario para que las cosechas maduraran, también. Todo ello aderezado por las guerras de religión que culminaron en ese ejercicio de autodestrucción europeo que fue la Guerra de los Treinta años y que se terminó por el agotamiento literal de los contendientes: piénsese que se dice que la población de lo que hoy es Alemania quedó reducida a la mitad. La sensación de apocalipsis era tal que en España se decían cosas como ésta: “la fábrica del orbe está para caer”; o sea, el cielo está a punto de caer sobre nuestras cabezas… Y eso que dentro de la España peninsular no se produjo ni una sola de sus batallas…
La magnitud del descenso de las temperaturas en algunos momentos de esos 100 años aproximados que duró la fase más aguda de la pequeña edad de hielo fue tal que se podían celebrar ferias en Londres sobre las aguas congeladas del Támesis. Pero el fenómeno no era exclusivamente propio de los países más al Norte: también se llegó a congelar el puerto de Marsella, así como las aguas de algún punto de Mallorca o las aguas del Bósforo.
Se asocia el cambio del clima con la caída de algunas civilizaciones, como la neo-asiria, 612 años antes de Cristo, tras 60 años continuados de sequía, la civilización maya o la dinastía Ming en China (ésta como uno de los efectos geopolíticos del enfriamiento de la “pequeña edad del hielo” que dio origen a cosechas raquíticas y hambrunas generalizadas).
Pero retomando el hilo de más arriba: ¿hay alguna relación ahora, como entonces, entre las revueltas sociales y el cambio del clima? Es difícil dar una respuesta seria a esa pregunta, aunque algunos de los fenómenos asociados al cambio del clima son comunes en todas las épocas: las multitudes clamando al grito de “el fin se acerca”; la imprenta (que ahora incluye a los diferentes medios y a las redes sociales) dando pábulo a esa amenaza; la aparición de fenómenos en el cielo; la llegada de profetas y profetisas extasiados que anuncian que estamos cerca del final; las revueltas que, si en tiempos pasados eran provocadas por la carestía de los alimentos y por la falta de habitación en que protegerse contra el frío, ahora pueden tener un motivo comparable en la subida del precio de la energía que ya es el “pan nuestro de cada día” (no otra cosa es lo que ha provocado las revueltas populares en Chile, Ecuador, Iraq, etc.). La quema de brujas que entonces se producía al acusarlas de ser la causa de las malas cosechas tendría su equivalente en las virulentas campañas ideológicas actuales para encontrar un bouc émissaire o chivo expiatorio facilón al que atribuir todos los males de la humanidad, etc.
Una gran diferencia, sin embargo, entre lo de entonces y lo de ahora es el hecho de que el aumento de la prosperidad económica, mediante el desarrollo del comercio, la industria y los descubrimientos científicos, era la vía de salida a las dificultades creadas por la bajada de las temperaturas, mientras que en este momento el progreso económico y la “emergencia climática” parecen estar directamente correlacionados: a mayor progreso mayor amenaza para la sostenibilidad del clima en el planeta. O, al menos, eso es lo que dice el tópico, midiendo ambos, progreso y huella de carbono, con los parámetros actuales.
¿Cuál es la solución a esa contradicción de hierro? La misma que siempre: convertir la solución en un negocio. Lo decía ya en “la pequeña edad de hielo” un autor, a veces muy denostado y muy poco conocido en España, Bernard Mandeville, quien afirmaba que “han levantado más hospitales el vicio y la codicia que todas las virtudes juntas”. Y en eso parece que estamos: la ciencia del clima reforzándose mutuamente con el negocio naciente de las energías renovables. ¿Llegaremos a tiempo?
Entretanto, hay otros apocalipsis haciendo cola para llegar a las primeras páginas de los periódicos: desde el apocalipsis de los patrimonios que predica Piketty, al apocalipsis del estallido de la burbuja provocada por los bancos centrales con su inyección de 20 billones (trillion) de dólares de liquidez en el sistema financiero mundial, pasando por un pequeño apocalipsis relacionado con este último, del que podría ser espoleta, y que puede que esté iniciándose mientras se lee este artículo: el colapso del mercado monetario norteamericano de cara a final de año, provocado por un estrangulamiento de liquidez al que la Reserva Federal (banco central de EEUU) está tratando de poner remedio desde mediados de septiembre sin conseguirlo y, lo que es peor, sin entender qué es lo que lo está provocando. Un pequeño apocalipsis que, de desencadenarse finalmente, tendría lugar en los ultimísimos días de 2019 y que también tiene sus profetas y sus multitudes vociferantes (los traders y dealers, agentes en el mercado monetario USA).
Como se ve, apocalipsis a go-go, no todos ligados a la “emergencia climática”, porque no siempre es necesario que el clima cambie para que aparezcan procesiones de flagelanti, como muestra el que, en un período mucho más cálido que el actual y, por tanto, mucho más propicio a las buenas cosechas, como fue la Baja Edad Media, aparecieran esas multitudes que se autoflagelaban y erraban por las ciudades, y cuyos éxtasis a veces terminaban linchando todo lo que les parecía rarito, en medio de la peste negra y la devastación de cosechas y haciendas de la Guerra de los Cien Años.