Después del desastre que ha cosechado el Partido Demócrata en las elecciones primarias en Iowa muchos pensarán que la victoria de Donald Trump en las próximas elecciones de EEUU es ahora algo más probable. Lo cierto es que difícilmente lo puede ser más ya que solo un desastre inimaginable, o temible, podría dar al traste con la repetición de la victoria del actual Presidente norteamericano. Y es que los números de los últimos 124 años cantan.
Como creo que ya hemos comentado en esta columna, en ese período todos los presidentes de EEUU y sus respectivos partidos han repetido mandato, excepto en el caso de Jimmy Carter que fue Presidente entre 1976 y 1980, y al que se le juntaron todas las desgracias posibles, entre ellas la del asalto, con toma de rehenes, de la Embajada de EEUU en Teherán, lo que irremediablemente, junto con la recesión económica, le imposibilitó ganar la reelección en 1980. De ahí que sea extremadamente probable que Trump vuelva a ganar.
A veces, frente a este argumento, se suele contraponer el caso de George H. W. Bush (Bush padre) que solo resistió como presidente un mandato también, olvidando que con él el Partido Republicano estuvo 12 años seguidos en el poder, algo que ya en sí es extremadamente infrecuente: solo se conoce un caso, entre 1921 y 1933, con tres presidentes republicanos diferentes: Harding, Coolidge y Hoover.
Aunque se han dado otros dos casos, muy improbables también: en uno, el Partido Republicano estuvo en el poder 16 años seguidos a principios del siglo XX con tres presidentes distintos (el asesinado McKinley, Teodoro Roosevelt y William Taft) y en el otro el Partido Demócrata tuvo la Presidencia durante veinte años (Franklin D. Roosevelt y Harry Truman) en circunstancias totalmente extraordinarias que coincidieron en parte con la II Guerra Mundial.
La pauta de comportamiento del electorado americano apunta, por tanto, a que en EEUU los presidentes aguantan al menos dos mandatos (desde 1947, no pueden estar más de dos) y los partidos que se turnan allí en el poder, Demócrata y Republicano, tampoco suelen estar más de ocho años seguidos (con las excepciones mencionadas).
Algo inexplicable y enigmático (¿se hartan los electores cada ocho años?) subyace a ese comportamiento de turno periódico, y no solo en EEUU: en España la norma es ganar dos elecciones seguidas, salvo la excepción de Felipe González que ganó en cuatro ocasiones. Tras él, y hasta la actualidad, cada uno de los presidentes del gobierno (incluido Pedro Sánchez) han ganado dos veces las elecciones.
Por tanto, si Donald Trump ganara efectivamente la Presidencia en las elecciones de noviembre próximo, no habría nada extraordinario en ello. Lo llamativo sería que las perdiera.
Pero sí que hay algo excepcional en la figura de Donald Trump que muestra una vez más que “el espíritu sopla donde quiere”. Y es que su campaña contra la globalización (su guerra comercial con China) podría terminar provocando una nueva oleada de crecimiento de la economía norteamericana y mundial por vía de provocar un reajuste en los parámetros que las gobiernan.
No es que la desglobalización haya sido un invento de Trump, ya que se viene produciendo desde la crisis financiera, pero sí que parece que él, con su política de guerra comercial con China, le puede haber dado un nuevo impulso. Por desglobalización se entiende que el comercio mundial crezca menos que el PIB mundial. Entre 1980 y 2008 sucedía lo contrario: la economía se globalizaba movida por un crecimiento del comercio internacional que crecía a mayor velocidad que el PIB.
En el ambiente de globalización, y en los primeros años de desglobalización también, se han creado y consolidado gigantescas plataformas empresariales que dominan el mundo y que, gracias a la posibilidad de las ventas online y de llevar a países con salarios bajos la producción, se han convertido en verdaderos monopsonios (es decir, “monopolios de demanda” o “monopolio del comprador”) que fuerzan a la baja los salarios al ser todopoderosos en el mercado laboral.
La apuesta de Donald Trump por que las empresas norteamericanas repatríen la producción y la relocalicen en ciudades de EEUU (bajo amenaza de que, si no, se aplicarían aranceles elevados a sus productos) podría ser positiva a largo plazo para los trabajadores norteamericanos. Al repatriar la producción, las empresas gigantescas que dominan cada sector ya no podrían imponer su ley de demandantes mundiales monopsónicos de puestos de trabajo que imponen sus condiciones de bajos salarios y que, al contrario que las empresas clásicas, pueden permitirse aumentar sus beneficios no por la vía de ampliar la producción y la contratación de trabajadores sino por la de recortar salarios una y otra vez. Algo que les permite el mundo globalizado de hoy.
Se trata así de que Trump, de manera consciente o no, ha dado en la tecla de descubrir que en la economía globalizada no rige ya la “Ley de Ricardo” de las ventajas comparativas (que es lo que daba sentido al comercio internacional) sino que, como explica muy bien Louis-Vincent Gave, el paradigma que la gobierna ahora es el que describía una economista de los años treinta y cuarenta, Joan Robinson, quien decía que se iba a una economía de “monopsonios laborales” en la que la mayor parte del valor añadido iría al capital, quedando las migajas para los trabajadores.
Habrá quien se pasme al descubrir que un político conservador como Trump, tomando medidas contrarias a lo que ha sido un dogma de fe entre los economistas durante muchas décadas (y lanzando una guerra comercial con China y con los otros bloques comerciales) pueda estar favoreciendo a los trabajadores norteamericanos y sentando las bases, por vía del aumento del poder negociador de éstos, no solo del aumento de sus salarios sino de la posibilidad de restaurar las condiciones de un crecimiento económico óptimo.
Si esto se llevara al extremo, los otros dos grandes bloques comerciales, la UE y China, harían lo mismo, quizá lanzando de esa forma la próxima onda larga de crecimiento económico mundial. Eso sí, en tres grandes bloques comerciales diferenciados, y con mucho menos comercio internacional entre ellos del que estamos acostumbrados a ver.
Ha resultado que Trump es mucho Trump. No solo en el terreno económico sino en el de la geopolítica. Y no se trata únicamente de que haya hecho cosas inauditas, como entrevistarse e intentar un acuerdo nuclear con el líder de Corea del Norte, sino que, en circunstancias como las del reciente juego de represalias y contra-represalias con Irán, ha combinado dureza y flexibilidad de una forma inesperada: por un lado, impidiendo que su embajada en Irak fuera ocupada (ahuyentando así el fantasma de repetir el destino de Jimmy Carter) y, por otro, evitando una escalada que podría haber desembocado en guerra abierta.
La mala prensa que tiene Trump (dicho sea suavemente) por causa de sus malos modos y de sus maniobras no siempre claras impedirá, probablemente, que se le reconozcan los méritos eventuales (como el de retornar el poder negociador a los asalariados en USA) o reales (como el de evitar cuidadosamente una guerra en Oriente Medio que, a lo largo de los últimos doce meses, hubo momentos en que parecía inevitable). Sin embargo, lo que se ve es lo que se ve, y evidencia lo que decía san Pablo: el espíritu sopla donde quiere…