Un pavoroso incendio destruyó las instalaciones de Cascajares este jueves en la localidad palentina de Dueñas. Las llamas devoraron en un corto espacio de tiempo las dos naves dejando sólo en pie la fachada. “He visto delante de mis narices cómo se quemaban 30 años de historia”, se lamentaba su presidente, Alfonso Jiménez, que junto a Francisco Iglesias fundaron este icono de la gastronomía que se convirtió en manjar de reyes.
Todo comenzó en Valladolid, en 1994. Por aquel entonces, dos jóvenes emprendedores decidieron elaborar y envasas productos de su tierra. Y no fue hasta una década después cuando se hicieron famosos en el mundo entero. ¿Por qué? Por una boda real.
No fue tarea fácil. Costó casi una treintena de reuniones, y cientos de llamadas, para que su producto estrella (el capón) fuese el segundo plato del enlace real entre Felipe VI y Letizia. En concreto, 600 capones Cascajares hicieron las delicias de los invitados.
Fabiola de Bélgica, Alberto de Mónaco, Carlos de Inglaterra, Rania y Noor de Jordania, Haakon de Noruega y Mette Marit, Guillermo de Holanda y Máxima Zorreguieta y Carolina de Mónaco fueron algunos representantes de diferentes casas reales. Sin olvidar a otros invitados de diferentes culturas y religiones para los que el manjar que iban a degustar se adecuaba a filosofía y estilo de vida.
Un punto y seguido en la trayectoria de Cascajares que sirvió también para aumentar sus ingresos a lo largo de los años. Si en 1994 comenzó su andadura con 160.000 de las antiguas pesetas (algo más de 960 euros), el último ejercicio auditado (2021) infló esos números hasta los 9,98 millones de euros.
Un auténtico bombazo
Tanto Alfonso Jiménez como Francisco Iglesias comenzaron su aventura muy jóvenes. Tan solo tenían 19 años cuando decidieron que lo suyo era ser empresarios. ¿Materia prima? El capón, un pollo de corral castrado a la edad de mes y medio cuando pesa alrededor de 1,5 kilos. A partir de entonces, sin instinto reproductor, se dedica a comer y dormir. De esta manera, su peso puede llegar a los seis kilos.
Dicho y hecho, comenzaron a criar estas aves en una granja familiar. Su intención era venderlas en los restaurantes pero, en un primer momento, les salió el tiro por la culata. De las 1.000 piezas que pretendían colocar, vendieron menos de una tercera parte. ¿Qué hacer con los 700 capones restantes? Y la bombilla se iluminó. Lo que para muchos, y así se lo dijeron, era una auténtica locura, fue el germen de un verdadero bombazo: vender los capones enteros confitados y enlatados.
La idea funcionó. Tanto, que el crecimiento de ventas y los beneficios acumulados les permitieron abandonar las naves alquiladas en Valladolid, y las subcontratas a la hora de envasar y etiquetar productos, para trasladarse a Villamuriel de Cerrato (Palencia) en 1998. ¿Inversión? 30 millones de pesetas (unos 180.000 euros).
Tan viento en popa iba el negocio que las instalaciones se fueron quedando pequeñas. El empujón dado por el enlace real, recordemos que fue en 2004, les permitió cambiar a otras más amplias, en Dueñas, donde el desembolso fue de 1,2 millones de euros.
Labor social
Alrededor de un centenar de personas, entre puestos directos e indirectos, han visto como las llamas destruían su puesto de trabajo. Empleados entre los que siempre ha habido un hueco para personas con discapacidad. De hecho, una cuarta parte de la plantilla la conformaba este colectivo.
Y es que Alfonso Jiménez, en esos bocetos de papel en los que fue dibujando lo que quería que fuera Cascajares, escribió que había que contar con personas con algún tipo de discapacidad, ya fuera física o psíquica.
Además, y durante los últimos cinco lustros, Cascajares viene organizando una subasta de capones con carácter benéfico. Dinero (son ya 1,6 millones de euros los que se han recaudado desde entonces) que se destina a alguna organización. Es el caso de la Fundación Aladina, que acompaña a niños enfermos de cáncer; la Fundación Prodis, que ayuda a dar trabajo a jóvenes con discapacidad; o Nuevo Futuro, que se centra en menores en riesgo de exclusión social.
Cascajares tiene su propia asociación, fundada en 2011, cuyo fin es la inserción socio laboral de personas con algún tipo de discapacidad.
Un largo viaje, a punto de cumplir los 30 años, en los que ha habido tiempo para poner en la mesa productos tradicionales (pularda trufada, cochinillo, jarretón de ternera…) y aportarles valor añadido. También para recuperar tradiciones centenarias como criar pavos en libertad a base de bellotas en San Pedro de Rozados (Salamanca). O para dar el salto al otro lado del Atlántico.
Fue en 2009 cuando Cascajares se expandió a Canadá. Y todo porque, ante la dificultad de vender producto en el continente americano por sus leyes arancelarias, ni cortos ni perezosos decidieron fabricarlo allí. Dos años después invirtieron tres millones de dólares para levantar su propia fábrica en Quebec. Su facturación durante 2021 fue de 6,5 millones de dólares canadienses (4,4 millones de euros).
La desgracia se ha cebado con Cascajares. Pero el espíritu emprendedor sigue patente. Así como la esperanza de volver a ser lo que eran. “Vamos a volver. Estamos viviendo una catástrofe pero tenemos la fuerza para seguir adelante y levantarnos con más fuerza. Gracias a todos por todo el aliento y la solidaridad que estamos recibiendo en estos duros momentos. Toda esa fuerza nos ayudará a volver más fuertes”.