Ayer, cuando me llegó la noticia de la muerte de Ángel Faus, envié un tuit diciendo: “Ha sido un hombre bueno, un buen marido, un buen padre, un buen colega, y un buen amigo”; he de añadir que ha sido también un buen abuelo.
Ángel llegó al Instituto de Periodismo de la Universidad de Navarra en 1962. Venía de su tierra natal valenciana y recaló en Pamplona después de haber explorado otros campos de estudio y de trabajo. En Pamplona, ya con alguna madurez, acabó descubriendo su verdadera vocación-pasión: la radio. Tenía una voz excelente, de tono grave, ideal para hablar ante un micrófono. Y en la radio centró su vida de trabajo desde entonces.
Antes, mientras tanteaba la vida, buscando lo que podría encajar con sus anhelos, pasó unos años en Francia y Alemania. El 13 de agosto de 1961, cuando regresaba de la zona oriental al Berlín de occidente, vio cómo unos camiones con soldados llegaban a la línea fronteriza y comenzaban a desplegar un alambre de espino: sin saberlo fue testigo del inicio del muro de Berlín.
Me lo contó una vez cuando, desde una pequeña plataforma que había detrás del Reichstag, pudimos ver, por encima del muro, aquel hiriente y desolado panorama de obstáculos para evitar que los ciudadanos –civiles y también militares- huyeran del “paraíso comunista”. Ante nuestros ojos estaba la desolación de lo que había sido antaño la bulliciosa plaza de Postdam; recuerdo que, en aquella especie de desierto destacaban un montón de tierra bajo el que estaban los restos del búnker hitleriano, y un modesto edificio, de un verde ceniciento, que había sido el Ministerio de Propaganda que Hitler había encomendado al Dr. Goebbels y que, según nos dijo alguien, seguía sirviendo con funciones similares en la Alemania comunista.
Ángel hizo su trabajo de Grado de Periodismo sobre Otto Groth, el profesor alemán que optó por la ‘Periodística’, una corriente de trabajo a la que se enfrentaba por entonces la llamada ‘Publicística’, que acabó consolidándose. Intelectualmente se sintió siempre más cercano de las escuelas alemanas que de las estadounidenses o británicas.
Durante muchos años abrió el cortejo académico con su porte elegante y su chaqué impoluto, empuñando el bastón de maestro de ceremonias, con puño recto de plata y contera de plata también. Encabezaba el cortejo multicolor de vestes académicas a las que conducía hacia el Aula Magna. Allí mismo, cuando se le hizo un homenaje en su jubilación le regalamos una réplica de aquel bastón que estaba tan unido a su figura.
Durante muchos años abrió el cortejo académico con su porte elegante y su chaqué impoluto, empuñando el bastón de maestro de ceremonias, con puño recto de plata y contera de plata también.
Un año, por razones profesionales tuvimos que hacer juntos un largo viaje por América para seleccionar entre los candidatos a quienes iban a hacer el Programa de Graduados Latinoamericanos (el PGLA) que la facultad mantuvo durante casi veinte años con el patrocinio de una fundación alemana.
Fue aquel un viaje con muchas incidencias de interés. Teníamos que visitar casi todos los países de habla española y Brasil. Pero yo quería hacer algunas gestiones en Nueva York y tuve que convencer a Ángel para que viajara allí conmigo, ofreciéndole como señuelo la oportunidad de tener un almuerzo con un broker de emisoras de radio, conocido mío, y un empresario de origen cubano que había comprado una emisora de radio en Times Square con la que estaba ganando bastante dinero después de cambiar el idioma de inglés a español.
Además, como nos habían reservado un apartotel cerca de la calle 47, me pareció una excelente oportunidad para enseñarle a Ángel esa calle tan pintoresca del ‘diamond district’, llena de judíos ortodoxos trajeados de negro, con sombreros, kippás y guedejas, que hacían tratos delante de escaparates rutilantes de oro –pulseras, relojes, anillos…- y de brillantes y otras piedras preciosas.
Sucedió que no pudimos ir allá hasta que comenzó a oscurecer y, cuando llegamos a la calle 47, estaba todo muerto: la calle estaba totalmente vacía y en los escaparates no brillaba absolutamente nada: lo único que se veía era el terciopelo negro sobre el que se exhibía toda aquella riqueza durante el tiempo de apertura, y de la que no se veía nada tras el cierre de los locales: como si el Museo del Oro de Bogotá se hubiera desvanecido sin dejar rastro alguno de su existencia. Me consta que Ángel pasó una noche inquieta, atento a cada ruido en nuestro inmueble, y que aquella experiencia lo hizo más español y más germano.
Mi corazón se va en estos momentos con él a Benicasim, donde están Marisa, su mujer, y parte de sus hijos con las familias respectivas. Luis, el más pequeño, me decían ayer, continúa en Vietnam. Que descanses en paz, amigo mío.
*** Esteban López-Escobar es catedrático de Opinión Pública en la Universidad de Navarra.