Estoy completamente en contra de la corriente de odio al turismo que se concentra en partidos de extrema izquierda, principalmente de Cataluña y ahora también del País Vasco y Baleares. Lo único bueno que puede tener esto ¿no hacía falta ser violento- es plantear el debate sobre la capacidad de las ciudades y pueblos turísticos para mantener una convivencia sana entre todos.
Pero molestar al que viene a visitarte es, por principio, una grosería y dice muy poco de principios elementales de educación y buena crianza. La hospitalidad, el sentirte como en casa, hace de cualquier viaje una experiencia plena, gratificante. Por el contrario, el rechazo de los residentes hace muy difícil el deseo de repetir aquel destino.
Pues aunque muchos no lo crean, en España se vivió un largo periodo de turismofobia que se centraba en los madrileños que inundábamos pueblos y playas de la costa mediterránea a finales de la década de los setenta y primeros años de los ochenta. Luego, todo aquello felizmente desapareció.
Este rechazo al turista madrileño (1 de cada 10 españoles tiene este origen) hincaba sus raíces en la formación de los procesos autonómicos donde el turista gato era más o menos visto como el defensor del centralismo frente a las aspiraciones autonómicas de otras regiones de España. Curiosa apreciación donde seis primates (incluída la suegra) llenos de cacharrería y metidos en un Simca 100 pudieran ir a abortar deseos nacionalistas.
En aquellos años de transición política y social aparecían tachadas o cambiadas con aerosoles todas las placas de ciudades y carreteras para adaptar el nombre a la lengua vernácula frente al castellano invasor en el que estaban todas las indicaciones. Aquello era un reflejo de un trato en el que al madrileño se le hacía sentir culpable de impedir la idiosincrasia de los nativos y de invadir sus playas y espacios desiertos durante el invierno. Invasión, por supuesto, que aportaba grandes beneficios económicos a esos destinos turísticos.
Es imposible e injusto generalizar, pero en muchas ocasiones se nos hacía sentir incómodos a estos turistas cuya pretensión única era disfrutar del monte o la playa de la zona y descansar del ajetreo capitalino.
Y para colmo de incoherencias de esta etapa que considero superada, los nietos, hijos o hermanos de aquellos que te trataban con desdén vivían desde hacía muchos años en Madrid donde emigraron en busca de oportunidades. Todo un sinsentido que rompe los principios esenciales del sentido común.
Habrá que buscar soluciones al colapso y las molestias generadas por un turismo de masas en el que estamos especializados desde siempre. Tendremos que hacer una oferta variada que no consista, -como ocurre en muchas zonas- en alcohol barato y sexo rápido. Totalmente de acuerdo.
Debemos tratar a los turistas con mimo porque en ello no solo va el inmediato impacto económico, sino también la promoción de nuestros productos y servicios in situ. Eso no impide que se busquen otros caminos de desarrollo económico en España. Pero sería absurdo que sin tener ese relevo nos queramos cargar lo que va mejor.