La respuesta del Eurogrupo a la crisis del coronavirus se ha presentado ante la opinión pública con tibieza dejando una evidente sensación de fractura entre los países que lo componen debido a posturas, como la de España, que ya hablaban de fracaso si finalmente no se aceptaban las tesis de los defensores de la emisión de deuda bajo el formato de coronabonos. Un chantaje inaceptable camuflado en medio de acusaciones insolidarias.
El acuerdo final es ya conocido y presenta un voluminoso paquete económico más encaminado a la facilidad de crédito que al rescate. Pero conviene aclarar que ni es una vía de salvación, pues su efectividad no es clara, ni es un triunfo de las economías periféricas.
En primer lugar convendría aclarar que los fondos se administrarán esencialmente desde el MEDE, un organismo intergubernamental que no es una ONG. Se trata de un mecanismo que facilita crédito, por tanto tiene coste, cuya articulación está sujeta a una condicionalidad para asegurar la devolución de los fondos. Así pues, ni es gratis ni es regalado.
Lo que los defensores de los coronabonos buscan son soluciones más ambiciosas y menos comprometedoras para sus intereses. Usando un lenguaje sencillo, lo que España pretendía era una inyección de fondos vía deuda mutualizada para uso discrecional pero que no debería tener relación directa con la crisis sanitaria.
Sin embargo, el espíritu del MEDE, aun sin su condicionalidad presupuestaria en forma de “hombres de negro”, lo que busca en esencia es rigor en la aplicación de los fondos. En otras palabras, que los créditos se apliquen con responsabilidad y para gastos precisos que responden a una emergencia, que en este caso sería el gasto sanitario, como en su momento lo hizo para el rescate bancario de no pocos países.
España tiene un déficit de gasto corriente que es estructural y lo es porque las políticas de derecha e izquierda así lo han querido. La alternancia de gobiernos poco responsables en el uso de fondos públicos nos ha dejado una coalición de muy alto riesgo ya que la esencia de su política no es la de aplicar un uso social del dinero sino una socialización extrema de los fondos públicos.
Parece lógico pensar que los socios comunitarios no quieran exponerse a un riesgo tan elevado. Para entender el motivo conviene detenerse un momento. La financiación del desequilibrio entre ingresos y gastos se hace mediante un presupuesto de deuda que se coloca en los mercados para obtener financiación.
En condiciones normales, los inversores discriminan los riesgos en base al tamaño al diferencial de gasto y del peso de la carga deudora. Cuanto mayor es la percepción de riesgo mayor el coste exigido. Hasta aquí sencillo. Las cosas se complican cuando los acreedores creen que ese gap aumentará de forma irresponsable por lo que las dudas sobre la disminución de la deuda se plasman en forma de mayor prima de riesgo exigida.
Moritz Kraemer lo argumentó recientemente de forma precisa en una brillante columna en el Financial Times. Para ello se basó en un escenario “10/10” de forma que el PIB nominal cae un 10% y el déficit público empeora en la misma proporción.
España parte de un crecimiento nominal del 2% en 2019 con un déficit del 2,5%. Siendo generosos, porque las estimaciones apuntan a peores datos, con una contracción del 8% y un aumento del déficit hasta el 12,5%, el peso de deuda pública sobre PIB pasaría del 95,5% al 115%. Muy por encima del billón de euros lo que es lo mismo, más de 26,000 € por habitante. Sólo con el saldo vivo de deuda pública España podría importar 2.144 millones de iPhones de EE.UU.
El peso de la deuda pública en España podría llegar hasta el 115% del PIB.
Es inconcebible que con esas condiciones un acreedor quiera mutualizar deuda pues eso significa que el coste futuro de la deuda española pasará directamente a ser una carga comunitaria. No es cuestión de que Holanda o Alemania no tengan espíritu europeista, es que es de sentido común.
El problema añadido es que España demanda fondos para aumentar la cobertura social, como es introducir una renta básica, anular la propiedad privada, subsidiar la economía o amparar impagos como el de los alquileres manteniendo una insoportable carga impositiva. Es de cajón que un político, de la nacionalidad que sea, se niegue en rotundo a compartir el coste de políticas sectarias.
Si Alemania amparase un gobierno de corte populista y con ello protegiese a quien con toda probabilidad será incapaz de cumplir con sus promesas de pago, cuando necesite acudir a los mercados para financiar un eventual déficit comercial lo hará con el estigma de tener socios no deseados, lo cual se traducirá en un mayor coste de financiación con el peligro añadido de financiarse con una moneda devaluada y con evidentes riesgos inflacionistas por el tamaño desmesurado del balance del BCE. Yo no soy alemán y me pongo de su lado.
Las agencias de rating permanecen en silencio pero es una “complicidad” que no va a perdurar. El empeoramiento de las finanzas públicas tiene consecuencias en la economía real. Entre 2008 y 2011 la deuda pública española empeoró en nueve notas hasta ser considerada bono basura.
Partiendo de una peor calificación crediticia como la que tenía España en 2008, la deuda corporativa sufrirá en mayor proporción. Una penalización que secará el mercado de financiación no bancaria mientras que los tenedores de esa deuda, pública y privada, sufrirán pérdidas cuantiosas.
La propensión natural de un político es al gasto porque es el instrumento del que dispone para mantener su poder. En situaciones extremas el mensaje tiende a envenenarse pues el populismo es una píldora destinada a confundir y desvirtuar el discurso político. Eso es lo que une a ministros socialistas y comunistas en una irresponsabilidad compartida que tiene que ver más con mantener las élites en las estructuras de poder que con políticas de protección social mal llamadas progresistas.