Cuando se habla de impuestos, pocos economistas han tenido el eco de Arthur B. Laffer, considerado “el padre de la economía de la oferta”.
Su experiencia de más de treinta años abarca colaboraciones públicas y privadas. La más trascendente fue la que prestó a la administración Reagan durante los tumultuosos años 80. En aquel entonces se acometió una agresiva política fiscal que supuso rebajar el tipo a las rentas de los trabajadores derrumbando las tesis de consolidación fiscal que hasta entonces imperaban en la economía.
Es por ello que su legado más representativo es la famosa curva de Laffer, que expone la relación existente entre incrementos en la tasa impositiva y la recaudación fiscal. Pero no es el precursor de esta idea de mantener un perfil impositivo bajo.
Ibn Jaldún fue un notable erudito que vivió entre el siglo XIV y el XV. De origen andalusí y también llamado Abenjaldún, fue autor de una prolija obra que iba desde la sociología hasta la historia pasando por la economía, destacando en esta última materia por su estudio de la dinámica de los mercados.
Su rico pensamiento en materia económica defendía que los tributos bajos incentivan la actividad y el comercio, incrementando los ingresos del sultán.
Con esa tesis se generaba un interesante reparto de beneficios a la par que aumentaba la seguridad pues el monarca, arropado por una sociedad próspera y participativa de un mercado libre, se vería incentivado en la defensa de la nación de sus enemigos.
Bajar los impuestos no responde al ingenio de corrientes neoliberales que han desarrollado una tesis con la que amparar a los ricos después de décadas de inflación en los activos financieros.
Ibn Jaldún defendía que los tributos bajos incentivan la actividad y el comercio.
La gran recesión japonesa se vio alargada en su duración después de que las administraciones Hashimoto (1997) y Koizumi (2001) propugnaran una prematura reforma fiscal, que generaron los efectos contrarios a los esperados. Los ingresos fiscales cayeron y aumentó el déficit fiscal, generando una espiral deflacionaria.
Los demonizados por la izquierda Reagan y Thatcher emprendieron en los ochenta duras reformas con el objetivo central de dar protagonismo económico a la iniciativa privada y a la acción individual frente al Estado, con cuatro pilares entre los que destacaba la reducción de la carga impositiva a las rentas del trabajo y del capital.
John F. Kennedy, y mucho antes en los años 20 el presidente Calvin Coolidge, redujeron los impuestos creando un entorno favorable para el crecimiento que llevó de forma natural a que la recaudación fiscal se elevase.
Bajar los impuestos o mantenerlos en tasas relativamente bajas no es hoy un paradigma de la economía. Es una necesidad. Es una idea que perdura de forma insistente a lo largo de los últimos setecientos años de pensamiento económico. Desde Jaldún hasta Laffer.
La administración Trump bajó el impuesto de sociedades en 2017 y, efectivamente, experimentó una menor recaudación de esta rúbrica.
No es ni mucho menos una defensa personal del actual presidente de EEUU, pero esa menor presión fiscal en las empresas generó un clima de mayor prosperidad individual.
Esa caída en la recaudación corporativa se vio compensada por una mayor recaudación en otros impuestos. Los ingresos fiscales desde su llegada a la Casa Blanca se han incrementado por encima del 4% gracias a la mayor recaudación de las rentas del trabajo, que también han experimentado un importante rebaja impositiva.
Subir impuestos no puede ser calificado de “patriotismo fiscal”. Esa definición, además de una barrabasada, es totalmente incorrecta desde todos los ángulos posibles de estudio.
Trump bajó el impuesto de sociedades y ha visto crecer otros como las rentas del trabajo.
La justicia fiscal que se pretende imponer, implica “progresividad, equilibrio y transparencia”. Justicia e imposición no casan muy bien, la verdad. Una tasa solidaria es, además de un absurdo, seguramente inconstitucional, por lo que la sola alusión al término la desacredita por completo. Una tesis que también defendía este domingo en Invertia el exministro Miguel Sebastián en su artículo Otra vez el impuesto sobre patrimonio.
Una tasa de reconstrucción que recae en patrimonios medios y altos (rentas que suponen como máximo el 40% del total) cuando por otra parte se están generando subsidios que desincentivan el trabajo, como es el ingreso mínimo vital, es un absurdo.
Con plena libertad de capitales, subir los impuestos a los ricos no consigue elevar la recaudación. Es más, como ha quedado sobradamente demostrado en Japón durante su recesión, genera un agujero fiscal porque el gasto puede aumentar mientras que los ingresos ya no se comportan igual. Corregir ese desequilibro es todavía más doloroso.
Subir los impuestos a los ricos lo acaban pagando los pobres. Y eso es así porque al final el Estado se ve obligado a subir los impuestos por el déficit fiscal que genera la menor recaudación (la famosa curva de Laffer).
En una entrevista de hace poco más de un año, Laffer lo expresó muy acertadamente: “¿Alguien cree que asfixiando a las rentas altas y las empresas se van a crear más empleos? ¡Es justo al revés!”. Y como él mismo dijo, subir impuestos es un error económico y es un error moral.