España, capital Beijing
Por norma general, en esta columna de análisis económico y financiero intento mantenerme lo más alejado posible de juicios morales y políticos. En estos más de dos años que llevo escribiendo no han faltado momentos en los que involucrarme (pandemia, conflictos económicos, guerras…). Pero la opinión crítica e independiente es parte de un estado democrático ejerciendo la presión necesaria para denunciar determinadas situaciones.
Y empiezo mi análisis estableciendo sin ambages que España se encamina hacia lo que todos tememos: una economía cada vez más regulada en la que el Estado y sus decisiones acabarán por ser un elemento decisivo en el devenir de nuestro país.
La referencia a China viene porque es el modelo más evidente hacia el que se dirige el socialismo moderno de Occidente. Un estado con un partido único, que gobierna con un estilo autoritario y burocrático, y que conforma una economía centralizada pero fuertemente descentralizada en la práctica.
Mi visión es por supuesto criticable pero los hechos son de una evidencia aplastante. Desde 2020, con el asentamiento ya por fin de un modelo de co-gobernanza entre dos corrientes ideológicas "aparentemente" diferentes, el intervencionismo en materia económica es una realidad.
En este período se han tomado decisiones muy cuestionables plasmadas en un presupuesto de gasto tan irresponsable como deficitario, pero eso forma parte del guion esperado. Lo que sorprende es que a cada revés la respuesta ha sido siempre la misma: intervenir el mercado y limitar las libertadas de los individuos. Los últimos casos son una constatación clara de hacia dónde nos dirigimos.
La pasada semana el gobierno decidió que la manera más imaginativa de atajar la inflación es intervenir sectores sensibles al consumo. Tan llamativo fue la caótica "subvención" de los precios del combustible como la intervención del mercado de alquiler de vivienda.
El primero demuestra un evidente grado de improvisación. Introducir una bonificación estatal en el precio de los carburantes, que además es temporal, no solo no ayuda a atajar la inflación, sino que genera un daño de más largo plazo en los consumidores y la industria.
Es evidente que la respuesta de medio plazo introduce una rigidez en los precios pues los empresarios pueden, o no, asumir pérdidas a corto plazo, por no hablar del caos generado en forma de gestión y desabastecimiento, pero también que esas pérdidas generadas a corto plazo se acaban repercutiendo en los consumidores en el tiempo. La intervención no va a ser permanente como tampoco lo va a ser la bonificación, y entonces el sector tendrá libertad para aplicar políticas que en nada benefician a los consumidores.
Pero siendo generosos se podría pensar que es una forma de suavizar el impacto de la escalada de precios. Un placebo económico con un marcado mensaje electoralista. No olvide nadie que el Estado no ha dejado ni por un momento de recaudar sobre el consumo. Se podría pensar por tanto que una forma de no afectar a la ciudadanía podría haber sido introducir una medida legislativa urgente, porque así es como se procede con los impuestos, para reducir o incluso eliminar la recaudación del gobierno. Sus ingresos a costa del ciudadano en un lenguaje directo.
Lo ocurrido con el alquiler es harina de otro costal. El gobierno, que tiene enfilada la vivienda por una corriente derivada de su coalición, da un giro de 180 grados hacia lo que espera que sea el sector en el medio plazo, es decir, un bien básico claramente regulado, de precios intervenidos y de férrea disciplina gubernamental. El modelo chino que preponderó hasta su cuestionable liberalización y que todavía hoy perdura en gran medida.
Y para ello tiene que ir contra los derechos de los propietarios que ya se ven dañados por una altísima presión impositiva y por una desmedida desprotección jurídica por hechos tal flagrantes como la ocupación (la ilegal de las mafias y la legal del Gobierno).
Como es bien sabido, la vivienda computa en el IPC por el precio de los alquileres y no por el precio metro cuadrado de la vivienda libre. Dentro del aporte al cálculo de la vivienda hay 18 elementos, siendo el quinto sector con menos impacto por número si bien esto en términos relativos no tiene porque ser bajo.
De hecho, esa rúbrica tiene un peso del 14,2% tras la última revisión de cálculo del índice y es la tercera de mayor peso por detrás de la alimentación y el transporte. Como anécdota recalco que entre 1936 el alquiler pesaba más que hoy en día y que entre 1958 y 1976, su peso bajó drásticamente.
El precio del alquiler en el tiempo es bastante estable (ronda el +2% anual) y se basa en un acuerdo privado por lo que las partes se sienten libres de modificarlo, adaptarlo o incluso cancelarlo. Nadie mejor que un propietario sabe del impacto que tiene una subida elevada del alquiler en un mercado en competencia. Un inquilino podrá decir que la decisión no es menor y eso ocurre porque el alquiler seguramente sea la mayor fuente de gasto de su presupuesto. Pero eso abre otro melón.
El caso es que cuando se capa un sector de forma descarada se da un paso en firme hacia el intervencionismo. El mercado se ve dañado pues se cambian de forma inesperada las reglas del juego, unas reglas sólidas y con base jurídica, por lo que quien acaba perdiendo a largo plazo es el consumidor.
Si los precios no se pueden actualizar cuando el resto de gastos, impuestos incluidos, no se deflactan es imposible cuadrar los números. Consecuencia, el mercado gira hacia un menor peso de la vivienda en alquiler pues los propietarios preferirán vender a alquilar.
Hay mucho análisis en este artículo, pero las medidas que se están tomando en este entorno inflacionista ponen de manifiesto la verdadera vocación del gobierno que es la de ser juez y parte en la ciudadanía, no solo en la economía. La consecuencia, insisto, es que todos perdemos. Absolutamente todos.