Hace apenas dos semanas, en estas mismas páginas, debatíamos sobre la racionalidad de la reacción de pánico a la epidemia del coronavirus y sobre la racionalidad de las medidas de mitigación para atajarlo, dado su coste económico a corto plazo.
Yo defendía que probablemente había elementos de irracionalidad en algunas reacciones del público y de los mercados, pero que abordarlo de forma contundente era lo más racional, pues esos costes económicos a corto deberían ser interpretados como una “inversión” para acabar con la epidemia y obtener importantes beneficios económicos a medio plazo.
En estas dos semanas el debate ha mutado. Quizás porque cuando escribí ese artículo apenas teníamos 32 casos en España y hoy superamos los 5.000 (y probablemente llegaremos a los 10.000 este martes). O que, en el caso de Italia, nuestro vecino-indicador adelantado, por aquella fecha alcanzaba los 888 casos y hoy supera los 17.000. Lo cierto es que en la actualidad ya casi nadie discute la necesidad de medidas contundentes.
La cuestión ahora es cuáles van a ser las consecuencias económicas de la paralización de la actividad hasta que se consiga doblegar el ritmo de contagio del virus, lo que se ha denominado "el modelo chino". Parece de sentido común que esta paralización va a causar una "crisis económica" y que la única duda es su magnitud.
Diversos organismos internacionales y expertos nacionales han comenzado una subasta de cifras de recorte del crecimiento de este año, y quizás del año que viene. Pero, ¿es lo mismo una paralización de la actividad que una crisis económica? Absolutamente no. Si una economía se paraliza por un fenómeno natural o de raíces sociales o políticas podrá afectar al crecimiento del trimestre en el que el país se para, pero no necesariamente al conjunto del año.
Y no digamos generar una "crisis económica", es decir, una secuencia de crecimientos negativos que dure varios trimestres o varios años. Voy a poner dos ejemplos relativamente recientes para ilustrar este punto. El primero, es el Mayo francés de 1968. Lo que empezó siendo una revuelta estudiantil terminó convirtiéndose en una cadena de huelgas generales que estuvo a punto de poner a Francia al borde de la insurrección.
La frustrada revolución terminó a los dos meses, gracias a que el Partido Comunista Francés echó el freno y el general De Gaulle convocó elecciones generales. El movimiento se extendió a varios países, como la entonces República Federal Alemana, Italia, Suiza, EEUU e incluso España.
El segundo episodio es el Otoño caliente de 1969 en Italia. Aunque quizás tuvo sus raíces en "el Mayo francés" de 1968, lo cierto es que este movimiento fue menos universitario e intelectual y más obrero. Prácticamente paralizó la industria de Italia desde principios de septiembre hasta finales de diciembre, y se extendió a los sectores de la construcción y la agricultura.
Durante esos cuatro meses se produjo una cadena interminable de huelgas generales que salpicaban a todos los sectores y tuvo paralizado el país durante un cuatrimestre, con un impacto económico parecido al del mayo francés. Ahora invito al lector a identificar ambos episodios de 1968 y 1969 en la serie de PIB real de Francia e Italia que presento en los gráficos 1 y 2, respectivamente.
El lector dirá que no lo encuentra. Claro, no lo encuentra porque ambos episodios afectaron intensamente a la economía, pero solamente durante un trimestre o cuatrimestre y no al conjunto del año. No lo encuentra porque no hubo efecto en el conjunto del año. Cuando se terminó la crisis, se recuperó la actividad, con un crecimiento incluso más intenso. Algún lector pedirá los datos en tasas de crecimiento, porque los niveles pueden resultar engañosos. Esto es lo que hago en el gráfico 3.
Además de las recesiones asociadas a la primera crisis del petróleo en 1974-75, se ven caídas significativas del ritmo de crecimiento en 1971 en Italia y en 1982-83 en ambos países. Pero ni rastro de los episodios de 1968 y 1969. Quizás alguien piense que ambos hechos fueron mediáticos y políticos pero que, en realidad, no tuvieron impacto económico real. Eso no es cierto. En el gráfico 4, finalmente, presento el ciclo de la producción industrial y del PIB de Francia e Italia en 1968 y 1969, elaborado por la OCDE, donde se ve el fuerte impacto de ambos episodios sociales.
De hecho, en intensidad, la caída del PIB en el Mayo francés de 1968 superó a la recesión de 1974-75, y algo parecido ocurrió con el Otoño italiano de 1969. Pero si en ambos casos no afectó al crecimiento anual del PIB fue por su escasa duración. La duración es tan importante o más que la magnitud de la caída.
No estoy diciendo que la actual epidemia que viven nuestros países sea comparable a esos episodios políticos y sociales. Se trata, sin duda, de un acontecimiento global y mucho más dramático desde un punto de vista humano y social. Pero, ciñéndonos a sus aspectos estrictamente económicos, para evitar que tenga un daño económico significativo, debemos olvidarnos de la magnitud del impacto a corto plazo y debemos poner el foco en dos condiciones:
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Que tenga corta duración, es decir, que se consiga doblegar la epidemia en semanas. Ello requerirá medidas contundentes de contención, aunque se paralice el país. Y aumentar el gasto público, fundamentalmente sanitario, de forma significativa. Hay que hacerlo, sin escatimar gastos. China puso en marcha sus duras medidas el 25 de enero y el 26 de febrero ya casi había estabilizado la situación. Apenas un mes. Y, en otro mes más, probablemente pueda recuperar la normalidad y volver a poner en marcha su economía.
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Que no se convierta en una crisis financiera o de deuda, como la de 2008-2012. Para ello son necesarias medidas de liquidez, fiscales y laborales que permitan que las empresas se "aletarguen" sin echar el cierre y sin despedir trabajadores. Que los autónomos resistan durante dos meses y que el turismo reoriente su actividad hacia el verano. Y para que no se convierta en una crisis de deuda lo mejor es que no haya deuda, es decir, que ese gasto público extraordinario se financie con creación de dinero por parte de los bancos centrales.
Sé que esta opción en nuestro caso es muy difícil, porque los estatutos del BCE impiden que el gasto público se monetice. Pero estamos en una situación excepcional y la nueva presidenta, Christine Lagarde, emulando a Draghi, ha dicho que haría "todo lo necesario para evitar una crisis". Tomémosle la palabra. Y, recordando al Mayo de 1968, gritemos aquello de "seamos realistas, pidamos lo imposible".