Ayer discutía en las redes sociales sobre el poder de la naturaleza sobre el ser humano. La naturaleza no tiene intención, ni es egoísta, ni busca poder. Sólo sobrevivir. Los seres humanos, que somos parte de esta naturaleza, nos pasamos media historia aprendiendo a contenerla, estudiando sus patrones, para poder sobrevivir, nosotros también, a las catástrofes y enfermedades. Y, paradojas de la vida, lo logramos con nuestra inteligencia, que es natural, y los recursos que encontramos en esa misma naturaleza.
Esta reflexión matutina me llevo a recordar una charla que ofrecí en Value School titulada El ahorro y la inversión como fenómenos naturales. Fue un reto encontrar un paralelismo entre el medioambiente y estos fenómenos económicos tan importantes. Pero, de la mano de Andrea Martos, mi bioquímica favorita, lo logré. En esta charla reflexionaba sobre la creación, adquisición y empleo de la energía por diferentes seres vivos, en especial, el ser humano. Nuestro cuerpo es de lo más eficiente en lo que se refiere a la energía. La empleamos sobre todo para mantener el cerebro activo (un 20%), y el difícil equilibrio entre nuestro interior y nuestro entorno. Nos permite ser autónomos, desplazarnos, realizar funciones intelectuales muy sofisticadas, que nuestras células desarrollen miles de conexiones.
La conclusión de la charla, que mantengo, es que el ahorro representa en nuestra economía lo mismo que la energía. Podemos decidir consumir ese ahorro, lo que nos dará una satisfacción instantánea, o podemos invertirlo y multiplicar su valor. ¿Para qué? Para poder ser más independientes, desarrollar programas científicos, y en especial, para proporcionar una vasta variedad de bienes y servicios a nuestra sociedad.
A nadie se le escapa que las expectativas acerca del mañana están muy ligadas al dúo conceptual de ahorro e inversión. Las personas que han salido de la nada lo saben. Lo normal es que primero aseguren la salud de los suyos y la educación de los hijos. Porque el futuro es de ellos y han de estar preparados. Dicen que la primera generación crea riqueza, la siguiente la disfruta y la tercera la derrocha. A menos que enseñes a tus hijos el sabio hábito de ahorrar para invertir. No es codicia de lo que hablo, es creación de valor, para uno y para la sociedad, porque estamos interrelacionados.
El sistema económico en el que vivimos, hecho a nuestra imagen y semejanza, está lleno de vicios y problemas, fruto de que somos imperfectos y no todos los participantes en los mercados tienen valores. Pasa lo mismo en la Iglesia, la medicina, la enseñanza y en cualquier actividad desarrollada por seres humanos. No drama. Pero, sea como fuere, aquí estamos, desayunando un café con leche sin lactosa, azúcar de caña, molletes y aceite de oliva, elaborado con productos de sitios muy diferentes. No solemos valorar los pequeños hábitos.
El sistema económico, hecho a nuestra imagen y semejanza, está lleno de vicios y problemas, fruto de que somos imperfectos
Esta mañana leía a Alberto Mingardi, quien escribía en La Stampa, desde Milán, la ciudad cuya estela vírica seguimos, acerca de la importancia de mantener las cadenas de valor de la producción con el ejemplo de la salsa de tomate y la complejidad que entraña que la encontremos a nuestra disposición en la estantería de la tienda. Afirma que esta pandemia llegada de Wuhan ya ha cortado el suministro de muchos productos intermedios y de filiales. Además, el cierre de los países está agravando la desglobalización. Y esto no es bueno para nadie. ¿Cómo mantener esta cadena de valor? Apoyando a los miles de micro y pequeños empresarios que día a día se levantan para que podamos desayunar como cada cual acostumbre.
Sin embargo, esta crisis del coronavirus, que está aprisionando a los países en la pinza de la escasez de oferta y la posterior escasez de demanda, que todos los analistas sensatos ya vislumbran, va a golpear más fuerte a unos países que a otros. Aquellos países ahorradores-inversores, como aquellas esforzadas familias que provienen de la nada y han salido adelante, tendrán más energía para sobrevivir a este shock. Los países educados en el endeudamiento lo tendrán mucho más difícil. Como el nieto consentido acostumbrado a dejar a deber a cuenta del abuelo, estos países se han acostumbrado a crecer a costa de la deuda durante décadas, y sin sentir ningún tipo de vergüenza.
Por supuesto España es uno de esos países malcriados. Nos endeudamos y votamos a quien penaliza el ahorro. Demonizamos al inversor. Y eso explica que los gobernantes ya no sepan distinguir qué es superfluo de qué es esencial. No es extraño: gastar el dinero ajeno a cuenta de las futuras generaciones tiene esas consecuencias. Por eso, una de las directrices económicas fundamentales debería ser apoyar a quienes, con el sudor de su frente, contribuyen a crear y mantener esas cadenas de valor. Y eso pasa por no dejarlas en manos de los gobernantes, verdaderos consumidores derrochadores de nuestra energía. La nacionalización de las actividades productivas, y en España lo hemos vivido con Franco, mata la empresa. El coronavirus debe enseñarnos a valorar a nuestros empresarios, no a destruirlos.