Con el talante del que hacía gala el PSOE de José Luis Rodríguez Zapatero, el líder de la CEOE, Antonio Garamendi, decidió apoyar una subida del Salario Mínimo Interprofesional (SMI) el pasado 30 de enero que poco gustaba a los sectores más duros de la patronal. Lo hizo porque considera que el papel de los agentes sociales es, entre otros, saber negociar. Y también para evitar un mal mayor para las empresas, es decir, una subida mayor.
Después, se habilitaron las mesas de diálogo para derogar los "aspectos más lesivos" de la reforma laboral, hasta que llegó el Covid-19 cambiando las prioridades de un Gobierno recién estrenado. La pandemia hizo que empresarios y sindicatos acordasen en tiempo récord un acuerdo para pedir al presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, que flexibilizara los ERTE con el fin de que las empresas pudieran adaptar sus plantillas al shock económico. Sabían que sin empresas no habría trabajadores a los que representar.
Aquello ocurría el 12 de marzo. Dos días antes, en La Moncloa, la ministra portavoz, María Jesús Montero, atendía a los medios de comunicación y se negaba a avanzar ninguna de las líneas maestras del plan de choque económico en el que estaban trabajando porque primero quería exponer las ideas a los agentes sociales.
Desde entonces, la relación entre el Gobierno a todos los niveles, la CEOE y el Ibex 35 venía siendo fluida. Los empresarios han estado en contacto tanto con Sánchez, como la vicepresidenta Nadia Calviño (Economía), con los ministros Yolanda Díaz (Trabajo), José Luis Escrivá (Seguridad Social) y Salvador Illa (Sanidad), e incluso con el asesor estrella del presidente, Iván Redondo.
Sin embargo, algo ha cambiado en los últimos días en el Ejecutivo. Ha coincidido en el tiempo con la fugaz reaparición de Irene Montero en escena tensando la cuerda con sus socios de Gobierno al señalar a las autoridades sanitarias como las responsables de los contagios por las manifestaciones del 8-M. Unidas Podemos ha ido ganando espacio y han conseguido doblegar a los ministros del PSOE.
"Mandan ellos. Nosotros estamos noqueados", lamentaba ayer un conocido dirigente socialista en una conversación privada.
La curva de los contagios avanza, millones de votantes permanecen confinados en sus casas (algunos con varios niños en espacios muy pequeños, otros con los mayores solos) y el número de muertos crece hasta el punto de que ya son una gran mayoría los españoles que tienen en su entorno directo a algún fallecido o conocido familiar de fallecido a causa del voraz coronavirus.
Y siguiendo los principios más elementales de la propaganda, ante el cansancio del lenguaje bélico del "venceremos al virus" y el "ganaremos esta batalla", el Gobierno ha decidido buscar otro enemigo común: el empresario.
Lo escenificó bien Yolanda Díaz el pasado domingo explicando a los ciudadanos que todos los españoles, ¡ella incluida!, tendríamos que devolver a los empresarios las horas que no podamos trabajar estos días como consecuencia del confinamiento.
El anuncio del parón casi total económico derrumbó el ánimo del empresariado, que ya había encendido sus alarmas con el decreto para prohibir los despidos como consecuencia del coronavirus. Las palabras de Pablo Iglesias invocando el artículo 128 de la Constitución terminaron de soliviantar a los líderes empresariales.
A diferencia de lo que había ocurrido hasta ahora, las últimas medidas no se han consensuado con la CEOE, que -no olvidemos- representa a las empresas y autónomos (a través de ATA) que serán los que tengan que poner a andar el país cuando la pandemia escampe para dar empleo a todos los parados por confinamiento.
Ese malestar con las formas del Gobierno ha permitido tejer un discurso pernicioso en algunos medios de comunicación por el cual se da la impresión de que las empresas no quieren seguir las recomendaciones de Sanidad. "Nada más lejos que eso", advertía este lunes un alto cargo de CEOE.
Los empresarios quieren colaborar en todo lo que esté en su mano para atajar este virus que también va a matar a muchas empresas. Su lamento es que las últimas medidas sean fruto de la improvisación.
Tratándose de asuntos tan cruciales no se han acordado con los sectores implicados. "Hay cierres que no pueden efectuarse en pocas horas", explican los afectados. Es el caso de la industria o de muchas empresas exportadoras a las que la medida ha sorprendido con cargamentos en marcha. Y lo peor de todo, se teme que esto tampoco sea suficiente.
"No somos Italia, no vamos a ser Italia", dijo a los periodistas un miembro del Gobierno poco después del 8-M. Efectivamente, en España las cosas están siendo distintas: la curva de contagios aquí es más pronunciada y en Italia no se está demonizando a las empresas que tendrán que reactivar el país cuando se controle esta terrible pandemia.